Hasta que cese la tormenta

XXVII CUANDO LAS AGUAS VUELVAN A SU CAUCE

La piel me ardía ante el fuego abrasador que me envolvía y cuyas llamas se desperdigaban por todo el lugar a una velocidad inconmensurable; mis gritos de auxilio y sufrimiento quedaban atrancados en mi garganta luchando por salir al exterior y ser escuchados, y el ambiente había quedado inundado de un sustancioso humo negro que no servía más que para ahogar a mis pulmones y dificultarme la visión de lo que me rodeaba.

No sabía exactamente dónde me encontraba, pero estaba segura de que se trataba de algún lugar dentro de la mansión. Alcé mi mano viendo cómo quedaba calcinada por el fuego y me acerqué a una ventana que apareció de pronto frente a mí; cuando me asomé y los vi, quise que el fuego terminase su tarea cuanto antes, pues más doloroso era presenciar aquella escena que estar siendo consumida por las llamas.

Emily y el señor Duncan se encontraban dando un paseo por el patio trasero, agarrados por el brazo y charlando placenteramente; pero no fue aquello lo que atravesó mi corazón, sino la estampa familiar que se había formado cuando dos pequeños de cabello claro se acercaron por sus espaldas y les abrazaron con cariño: sus hijos.

Abrí mis ojos con la respiración agitada y el sudor recorriendo mi frente. No era real, tan solo había sido una pesadilla, aquello no era real. Me levanté de sopetón y me dirigí hacia el cuarto de baño, donde llené la bañera con los cubos de agua caliente que descansaban en el suelo, y me metí de lleno para limpiar toda la suciedad de mi cuerpo. Froté bien y con ímpetu en aquellas zonas que se habían visto más afectadas por el incendio, borrando cualquier rastro negruzco que percibía; acto seguido sumergí la cabeza para limpiar las impurezas de mi mente, aquellos pensamientos negativos que me hacían enloquecer un poco más cada vez que se aparecían en mis sueños.

Podía confirmar, ahora sí, que mi corazón pertenecía en su totalidad al señor Duncan; que era él el dueño de cada parte de mi ser, el responsable de mi felicidad y, por lo tanto, el culpable de haber olvidado ponerme a mí misma siempre en primer lugar. Porque por mucho que intentara negarlo, la mansión me había cambiado y había hecho de mí una persona que no quería ser: una persona llena de odio.

Odiaba a Emily, odiaba a Grace y odiaba a cualquier persona que intentase entrometerse en los asuntos de mi corazón. Desconocía el momento en que mi cabeza había pasado de buscar la bondad en las personas a buscar cualquier resquicio de maldad o intención oculta tras sus actos. Esas señoritas que tanto se habían empeñado en nublar mi juicio y rebajarme a su nivel, lo habían conseguido; porque mis más profundos deseos las dejaban a ellas bien lejos de la mansión y, sobre todo, de mí y de Matthew.

Salí de la bañera y caminé desnuda dejando un reguero de agua a mi paso hasta llegar a la ventana de mi habitación. Los primeros rayos de sol de la mañana hacían su aparición tras las nubes y se dejaban ver por el horizonte, por encima de las copas de los árboles. La nieve se derretía dejando a la vista un hermoso paisaje y algunos mozos se encontraban ya con sus palas desenterrando el camino oculto bajo aquel espeso manto blanco; me escondí tras las cortinas ocultando mi cuerpo desnudo cuando uno de ellos alzó su mirada hacia mí.

Esperé unos segundos antes de salir de mi escondite y me sobresalté cuando llamaron a la puerta. Solo a mí se me ocurría pasearme en paños menores por mi habitación aun a sabiendas de que cualquiera podría entrar de un momento a otro.

—¡Un momento, por favor! —pedí a quien quiera que estuviese al otro lado.

Corrí hacia el armario y me vestí de manera atropellada, estando casi a punto de caer al suelo en dos ocasiones por mi torpeza al quedárseme el pie atrapado en la tela. Me hice un recogido rápido frente al espejo y me dispuse a abrir la puerta.

—Buenos días, señorita Ella —me saludó un apenado Abraham.

—¡Abraham! ¡Santo cielo! ¡Qué alegría verte! Pasa, pasa —le apresuré tirando de la manga de su camisa repleta de heno y suciedad de los establos.

—¿Cómo se encuentra? —me preguntó una vez dentro.

—¿Que cómo me encuentro yo? ¿Cómo estás tú? ¿Cómo está Sophie? ¿Qué sucedió? Tenéis tanto que contarme… Oh, Dios mío, mírate, sigues aquí —me emocioné, abrazándole y dejándole patidifuso ante aquel gesto.

Lo cierto era que me alegraba en demasía que no se hubieran ido, jamás habría podido perdonarme a mí misma el hecho de no haberme podido despedir de ellos. Tanto él como Sophie eran como de mi familia y los protegería por siempre.

—Yo también me alegro de no haber partido aún, señorita. —Me dedicó una pequeña sonrisa—. No es ese el caso de Sophie… Si la viera ahora, no la reconocería…

—¿Qué pasa, Abraham? ¿Qué es lo que sucede con Sophie? El señor Duncan me comentó que había pasado estos últimos días sumida en la tristeza.

—Es cierto, señorita, Sophie es ahora una persona rota y sin esperanzas. Ni siquiera es capaz de cruzar más de dos palabras conmigo y créame, señorita, eso es mucho decir. Al resto de la casa no les dirige la palabra, podrían pensar que ha enmudecido.

—O peor aún, que se siente culpable por ayudarme en el incendio… —solté, pensativa.

—¿Cómo dice? —preguntó el enamorado con extrañeza.

—Abraham, me están culpando a mí del incendio que la señorita Emily provocó para arrebatarme la vida y, no contentos con eso, aseguran que Sophie es mi cómplice; al haberle comido la lengua el gato no puede defenderse y, sinceramente, no sé si le quedarán ganas para luchar contra las malas lenguas ahora mismo —suspiré mirando por la ventana—. Debe de haber resultado un duro golpe para ella el no haber podido cumplir sus planes de libertad.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.