Hasta que cese la tormenta

XXXIII EL SIGNIFICADO DE LAS FLORES

Había perdido la noción del tiempo durante mi estadía con la señora Harris, en un abrir y cerrar de ojos ya habían pasado dos semanas; un día más y pondría un océano de por medio entre el señor Duncan y yo. No conseguía hacerme a la idea de marcharme y abandonar todo lo nuevo conocido, pero seguía firme en mi decisión.

Con Gillian había vuelto a sentir lo que era tener una madre, un ser querido que cuidaba y velaba por mí en todo momento. Se había encargado de mostrarme cada rincón de Essex, desde sus parques hasta las hermosas vistas del Back River, mientras charlábamos y nos conocíamos en profundidad. Nuestro vínculo de amistad se había fortalecido tanto que creía imposible que alguna vez llegara a romperse.

Había quedado maravillada con su pasado, toda una historia digna de ser plasmada en libros; una historia de superación, de valentía y fortaleza, repleta de tristeza así como de alegría y, sobre todo, de amor. Gillian había tenido una vida plena y yo aspiraba a seguir su ejemplo, a disfrutar de cada situación que se me presentase y ver el lado positivo de las cosas.

Con sus consejos había decidido que la distancia interpuesta con el señor Duncan no me frenara y que los problemas enfrentados me sirvieran como lección; como bien había dicho ella: todo tiene remedio menos la muerte.

—¿Te apetece hacer algo en especial en tu último día, querida? —habló Gillian sacándome de otra de mis más que frecuentes divagaciones mentales.

Nos encontrábamos en el salón, ambas sentadas en los sillones, mientras tomábamos el té. Era pasado mediodía y aún me quedaba toda la tarde por delante antes de ponerme a hacer el equipaje.

—Nada en específico más que disfrutar de su compañía. —Sonreí.

—Bien, porque tenía pensado dar una vuelta por el cementerio para así cambiar las flores de mi marido —comentó dejando la taza de té sobre la mesa—, soy algo despistada y las anteriores deben estar bien marchitas.

No era el plan que había imaginado llevar a cabo como despedida, pero tampoco iba a oponerme a acompañarla.

—Me parece bien —contesté encogiéndome de hombros.

—Pasaremos por el puerto y elegirás las flores que más te gusten.

—¿Cuáles son sus favoritas?

—Las gardenias, que simbolizan el amor secreto —sonrió—, pero las de mi marido eran los narcisos.

—¿Qué simbolizan los narcisos, señora Harris? —pregunté, intrigada.

—Amor no correspondido.

—Oh, ya veo —me reí—, qué curioso.

—De curioso nada, querida. Mi marido, a pesar de ser consciente del amor que le profesaba, sabía perfectamente que mi corazón siempre estaría anclado a mi primer amor.

—¿Cómo pudo George entregarle toda su vida aun sabiendo que sus sentimientos no eran enteramente correspondidos?

—La esperanza es lo último que se pierde, Isabella, y George pasó toda su vida intentando borrar el recuerdo de Thomas, sin éxito como puedes observar.

—¿No se compadece usted de él?

Me parecía increíble que Gillian hubiese terminado casada con un hombre al que quería pero no amaba y que este hubiese aceptado semejante deslealtad a su corazón. No alcanzaba a imaginar el dolor que pudo haberle supuesto.

—Yo quería a George, querida, y mucho. En más de una ocasión, antes de proponerme matrimonio, le hablé sobre Thomas, sobre lo que suponía aquel hombre en mi vida; aun así quiso seguir adelante, empeñado en ganarse mi corazón de la misma manera. Vivimos unos años asombrosos y no me arrepiento de haber disfrutado de su compañía.

—Bueno, eso también es cierto, fueron muy felices juntos y eso debería ser suficiente. —Sonreí zanjando la conversación.

—¿Y las tuyas? ¿Cuáles son tus favoritas? —me preguntó.

—Nunca había tenido unas hasta mi llegada a la mansión. Recuerdo que allí, en el comedor, junto al piano, reposaban unas preciosas orquídeas. Supongo que se convirtieron en mis favoritas al no haberlas visto nunca antes en Inglaterra y, por supuesto, al pertenecer al señor Duncan. —Me sonrojé.

—Interesante. —Asintió con su cabeza levantándose del sillón.

—¿Qué es interesante? —pregunté girándome para ver a dónde se dirigía.

—Nada en absoluto, querida. Venga, marchemos.

Me levanté yo también sin rechistar y la seguí hasta la entrada donde acomodó un abrigo sobre mis hombros antes de abrir la puerta y salir al exterior. El viento soplaba con fuerza y el frío se colaba por mis huesos.

—Las aguas estarán revueltas, espero que mañana se encuentren en calma para que puedas tener un placentero viaje —comentó.

—No me diga eso, señora Harris —contesté, preocupada.

—Estamos en pleno invierno, querida, es algo de lo más normal.

Agarré su brazo y comenzamos a caminar por el arenoso sendero mientras intentaba calmar mis nervios por el viaje. No me gustaban los barcos, el único que había cogido en mi vida había sido el que me trajo hasta Maryland y lo había pasado bastante mal cuando la tormenta nos alcanzó mar adentro. Me prometí a mí misma que el de regreso a Inglaterra sería el último que cogería.




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