Hasta que cese la tormenta

XXXV AMOR DE MI VIDA, ¡ALLÁ VOY!

MATTHEW

Enero, 1852

Tras la muerte de mi padre me prometí a mí mismo dejar de sentir, mi corazón no estaba hecho para cargar con tanto sufrimiento, y fue entonces cuando perdí el rumbo de mi vida. Me convertí en un joven alocado que frecuentaba burdeles para saciar su impulso primario y que apostaba grandes cantidades de dinero en juegos de cartas saliendo de casi todas las apuestas con menos dinero que en la anterior y con ojos morados por peleas que yo mismo provocaba.

El alcohol se convirtió en mi principal aliado y no concebía los días sin consumirlo, era la única manera en que conseguía olvidarme del pasado y dejar de pensar en todas mis desgracias. Emily había invadido por completo mis pensamientos y mi corazón dejando un vacío imposible de llenar con ninguna otra mujer. A pesar de haber tomado yo la decisión de alejarme, me resultaba imposible olvidarla; creí haber encontrado el amor verdadero con ella, y nada más lejos de la realidad.

Lucky Luke fue el único que consiguió devolverme a la vida real salvándome de todas y cada una de las situaciones comprometidas en que me veía envuelto por mi dolor. Regresé a casa, retomé el negocio familiar y me reconcilié con mi madre, pero el dolor no desaparecía; cada estancia de aquella enorme mansión me recordaba los errores cometidos, me recordaba a mi difunto padre y, sobre todo, me recordaba a ella.

Su aroma había quedado arraigado a las paredes y los recuerdos me perseguían allá por donde pisase. Decidí centrarme en los cultivos de tabaco, conseguí buenos tratos con importantes socios y me hice con prácticamente todos los cultivos de Maryland. El negocio iba la mar de bien y eso era lo único que importaba, pues sabía que mi padre, donde quiera que estuviese, estaría orgulloso de mis logros. Aun así no era suficiente, quería cada vez más y más.

El despacho se había convertido en mi hogar y apenas descansaba, enfrascado en mis papeles día y noche. Con la llegada de la tormenta, todos los cultivos se fueron al traste; no habíamos podido prever semejante desastre y, en un abrir y cerrar de ojos, perdí todo por lo que había luchado durante tantos años.

La noche en que la tormenta comenzó, Abraham y yo habíamos salido a la ciudad para proveernos; el frío invierno había llegado y, con él, la escasez de alimentos. Cuando regresábamos a casa, encontramos a una jovencita tirada en la nieve; parecía inconsciente y sus labios morados me indicaron que estaba muriendo de hipotermia. No dudamos en echarla al carro y llevarla a la mansión, no podíamos permitir que perdiese su vida a manos de la naturaleza.

Al día siguiente fue cuando me llegó la noticia de los estropicios que la tormenta había causado en mis cultivos y cuando sentí mi futuro escurrírseme entre mis dedos como si de agua se tratase. La decepción y la tristeza me inundaron una vez más, creí haber caído de nuevo en el pozo del que tanto me había costado salir; hasta que ella llegó y le dio un sentido a mi vida.

Enloquecí de amor desde el momento en que apareció en mi despacho, con su gran sonrisa y sus descuidados modales y con su característica vitalidad y alegría. Cuando el corazón comenzó a latirme con fuerza bajo el pecho, me asusté, no quería volver a sentir, no quería volver a sufrir. Intenté con mi indiferencia que no notara lo que en mí había causado su presencia, pero no podía dejarla marchar, no sin antes descifrar lo que ese sentimiento que estaba sintiendo quería decirme; así pues, decidí retenerla en la mansión, cerca de mí.

La obligué a posponer su aventura como ella misma lo había llamado en su charla con Mary, por lo menos, hasta que cesara la tormenta. Pensaba que serían tan solo unos días, tiempo más que suficiente para conocerla y aclarar esa sensación que me provocaba, pero fueron meses los que la tormenta nos retuvo allí encerrados, acrecentando con cada día que pasaba mis sentimientos hacia ella.

Si tuviese que indicar el día exacto en que me enamoré, diría que, sin duda, fue nada más verla. Santo cielo, era todo tan extraño… Mis nervios salían a relucir cada vez que la tenía enfrente, la boca se me secaba y mi estómago se estrujaba. Nunca antes había sentido algo parecido, ni siquiera cuando creí amar a Emily.

Isabella Collins, con sus virtudes y sus defectos, se había ganado mi corazón y creía imposible que nadie más pudiese nunca reemplazarla. Había sido un necio dejándola marchar, pues ni todo el dinero del mundo, ni toda la reputación, podrían llenar el vacío que me había dejado su ausencia.

Tardé meses en darme cuenta del error que había cometido, tardé meses en enfrentar a mi madre por lo que me dictaba el corazón, pero ahora, dos años más tarde, estaba decidido a recuperarla, costase lo que costase.

Habían sido muchos los asuntos que debía zanjar antes de zarpar en un barco rumbo a Inglaterra. Vendí todos mis cultivos de tabaco a mis principales socios, consiguiendo así más dinero del que jamás podría llegar a gastar; dejé a Mary y a Sophie a cargo de la mansión Clifford en ausencia de Luke, el cual había partido a Europa tras el rechazo de Grace, y Abraham siguió el camino que su amada había tomado; entregué a Lucky y a Tormenta a Frank para que los cuidase y les diese todo el amor que yo ya no podría darles; y, por último, lo que más guerra me había dado: logré vender la mansión Duncan a unos recién casados que prometieron ser felices para siempre entre sus muros.

Mientras tanto, mi señora madre y yo habíamos estado alojados en casa de la señora Harris, buena amiga de Isabella. En cuanto la contacté para contarle mis planes no dudó en ayudarnos y acogernos hasta que cerráramos la venta de la casa, estaba entusiasmada por que fuera en busca de Isabella; hablaba sobre un lazo entretejido por el destino que nos unía a las personas, el cual nos unía a Isabella y a mí.




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