Julio, 1855
—Matt, ¿podrías terminar de vestir a Elliot? —grité por encima de mi hombro mientras mi revoltoso hijo no paraba quieto—. No sé de quién habrás sacado esa energía, jovencito, pero es superior a mis fuerzas —le confesé dándole un toquecito en la nariz.
—Papá —contestó él riéndose.
—No, si está claro que cargar contigo durante meses en mi vientre no significa nada para ti —suspiré poniendo los ojos en blanco e intentando ponerle la camisa, sin éxito.
—¿Cómo está la persona más bonita de la casa? —dijo Matthew con ternura apareciendo por el umbral de la puerta.
—Pues cansada.
Me aparté dejando paso a mi marido para que terminase de vestir a Elliot y me miró escondiendo una sonrisa, supe entonces que su pregunta no iba dirigida a mí, sino a nuestro hijo y me indigné.
—Tú también eres la más bonita de la casa, Ella —dijo, entonces, al ver mi ceño fruncido y sonreí negando con la cabeza.
—Mi padre nos está esperando para dejarle a los niños, ¿Laureen ya está lista?
—Como un tronco en la cocina.
Asentí y me dispuse a recoger la habitación; estaba todo hecho un desastre, pues Elliot enseguida se cansaba de un juguete y agarraba otro. Pisé sin querer su locomotora favorita y, para no caer, terminé chocando con la caja sorpresa de donde salió un payaso asustándome y haciéndome ahogar un grito.
—¿Qué clase de juguete es este, Matt? —pregunté señalándoselo—. Es terrorífico.
—El que Elliot eligió en nuestra última salida —contestó, tan tranquilo, encogiendo los hombros.
—No debería acostumbrarse a tener todo lo que quiere.
—¿Por qué no? —Me miró, confundido.
—Porque no quiero malcriarlo.
—Bobadas —zanjó él restándole importancia.
Volví a fruncir mi ceño en su dirección, en clara advertencia y con los brazos en jarra.
—Está bien, está bien. —Se rio y se acercó hasta mí—. Borra esa cara, Ella, no te favorece. —Besó mi frente y me tomó por las mejillas—. A mí lo que me gusta es ver tu sonrisa —tiró de la comisura de mis labios hacia arriba—, así, ¿ves? Hermosa.
—Hermosa, mamá —intervino Elliot robándome una sonrisa.
Besé a Matthew antes de apartarme y dejarles a solas para que terminasen. Caminé hasta la cocina, donde mi recién nacida hija me esperaba, y me cercioré de que el equipaje estuviese en orden.
Matt y yo viajaríamos a Londres en un par de horas para entregar el pedido de un cliente muy importante de la señora Murphy y dejaríamos a los niños con mi padre. Sentía algo precipitado alejarme de Laureen con tan solo un mes de vida, pero el trabajo era el trabajo.
Matthew había querido comprar un local para mi negocio como modista, pero, a pesar de tener la suficiente reputación como para intentarlo por mi cuenta, quería conseguirlo por mis propios medios. Había conseguido ahorrar bastante dinero durante estos últimos años, aunque calculaba que aún me quedaban otros cuantos por delante antes de disponer de la cantidad necesaria que no me dejara con una mano delante y otra detrás si las cosas no funcionaban.
Mi trabajo consumía prácticamente todo mi tiempo, apenas tenía dos horas al día para disfrutar de mis hijos. Menuda hipocresía la mía también, pues en su día juzgué a Matthew por hacer lo mismo que yo estaba haciendo: vivir por y para el trabajo; aun así no podía rendirme ahora, no cuando estaba tan cerca de cumplir mi propia promesa.
Siempre había soñado con formar una familia y encontrar a mi gran amor, pero fue tan grande mi decepción cuando regresé a Inglaterra con el corazón roto que me prometí no volver a dejar que los sentimientos frenaran mi futuro. Cuando comencé a trabajar para la señora Murphy, me enamoré del oficio; la moda me cautivó y los hilos y telas se convirtieron en mi mejor compañía.
Mi empeño y esfuerzo dio sus frutos meses más tarde, cuando los pedidos comenzaron a multiplicarse y los clientes quedaban satisfechos con mi trabajo; adoraba ver las caras de sorpresa y felicidad que me dedicaban al mostrarles los atuendos que yo misma había diseñado para ellos.
Matthew llegó a Inglaterra en la época que más comprometida estaba con lo mío, aun así no pude rechazar su propuesta de matrimonio, pues aunque mi cabeza estuviese en otra parte, mi corazón seguía perteneciéndole. Él entendió a la perfección la que había comenzado a ser mi nueva vida adaptándose con rapidez a mi rutina diaria y animándome a perseguir mis sueños.
Decidió encargarse de Elliot cuando llegó a nuestras vidas mientras yo trabajaba en el taller sin descanso, día tras día, y mi momento favorito era cuando llegaba a casa y los encontraba a los dos dormidos en el sillón del salón; les despertaba con un beso y ellos me recibían con cariño. Quién habría imaginado que Matthew y yo intercambiaríamos nuestros papeles en la otra punta del mundo.
Lo amaba con todas mis fuerzas y le debía mucho por ser tan paciente conmigo y nuestra situación; confiaba en poder relajarme en un futuro cercano y disfrutar de la hermosa familia que juntos habíamos formado.
—Ya estamos listos —dijo Matthew cargando con Elliot en sus brazos—. ¿Nos vamos?