Una vez más la suerte se había apoderado de mi destino y en esta oportunidad para cambiarlo todo.
Los negocios familiares me habían montado en un avión con destino a San Pablo y pasaría todo un año viviendo prácticamente sola, mientras mis padres se ocupaban de acrecentar nuestro patrimonio. Aunque no suena tan mal, no estaba tan entusiasmada por comenzar con esa “nueva” vida. Todo sería igual que siempre. Nueva casa, nueva escuela, nuevos amigos, nuevo lugar. Para seguramente, después de acostumbrarme, tener que volver a cambiar de destino y partir. Yo estaba en esa parte de la vida donde se rompen corazones y se crean vínculos poderosos, donde solo se vive sin pensar, así que había prometido liberarme para descubrirme a mí misma y no padecer en el intento de adaptarme. Necesitaba una vida normal, estabilidad, no más cambios.
El vuelo había sido agotador, aunque ya estábamos en casa por suerte. Entré a la habitación y me recosté para descansar. Mamá estaba abocada a encontrar un buen salón de belleza y papá le dedicaba la vida completa a sus reuniones de trabajo, así que no podía contar con nadie más que conmigo para remontar todo ese aburrimiento. La habitación era gigante. La casa de por sí era enorme, quizá no tanto como las anteriores solo por darme con el gusto. Quedarme allí entre cuatro paredes era sin dudas un plan patético. Así que tomé mi teléfono y decidí enfrentarme a todo aquello pasaría a ser parte de mi vida por 365 días, en caso de tener suerte. Me alejé un poco de los edificios apilados y me senté sobre la arena en una playa. La música sonaba a todo volumen en los audífonos mientras mis ojos vagaban por el agua que se mecía dibujando pequeñas olas. Me abstraje por completo. Esperaba que realmente esta vez pudiéramos quedarnos un tiempo considerable y que la gente de allí fuera lo más gentil posible, solo porque necesitaba, después de toda aquella vida de nómada, un pequeño lugar en el universo que me dejara ser yo, que me hiciera sentir “como en casa”, y no precisamente aquella casa caracol. Tenía mucho por proyectar, por imaginar y las bases eran tan inestables para los vientos que corrían. Ya lo veía venir.
Lo que no veía venir entonces, puesto que me perdí tanto en aquellos pensamientos, fue el balón de beach vóley que venía justo a mi cabeza ni los gritos de la gente que había dado al blanco en mis neuronas.
—¿Estás bien?
El balón había venido con tanta fuerza que caí de lado sobre la arena y para cuando tuve tres pares de ojos encima ya me había tumbado por completo para procesar el dolor.
—Te lo advertimos —dijo uno de ellos mientras se partía de la risa.
—Estoy bien —respondí enfadada y sacudiéndome de la espalda algunos pocos de arena.
—No es de aquí —rió el último, que se había percatado de que aquél portugués que pretendía emitir no era para nada fluido ni natural.
—Claro que no soy de aquí —comenté aún más irritada.
—¿Estás de vacaciones, linda? —preguntó el primero. Un lindo rubio de ojos claros.
—¿Me pueden dejar en paz?
—Tranquila, nena.
Me acomodé un poco el cabello y me dispuse a partir.
—Soy Pedro, el rubio Thomas, Lucas —señaló a este último con el pulgar.
—Permiso —respondí empujándolo para abrirme paso y escapar lo más pronto posible.
¡Qué buena buena bienvenida, Brasil! —pensé.
—¡Qué amable, sujeta! —escuché mientras me alejaba—. Deberías darnos tu número.
—O tu dirección —gritó el rubio.
—¡Ey! —volteé—. Avísame cuando tengas ganas de pasar un lindo rato. Vengo todos los días de seis a diez… y si quieres un poco más —guiñó un ojo.
Volví enfurecida a tomar mi camino y desaparecí lo más rápido que pude con el mundo estallando en los audífonos para olvidar el episodio.
Por mucho que hubiera preferido regresar a casa para olvidar esos estúpidos minutos de incomodidad, no tenía nada que hacer con mi miserable vida allí. Por lo que liberé mis pies en la arena y me perdí por ahí.
San Pablo tenía un paisaje único. El sol comenzaba a desaparecer y mientras el cielo se pintaba de rojizos, las luces empezaban a asomar.
Apagué la música cuando el viento empezó a soplar. Me gustaba sentir la brisa y el ruido de las aguar chocando. Mientras caminaba, una melodía dulce y algo nostálgica comenzó a sonar. A unos pocos metros de mí, un tanto entre las sombras, pude distinguir la silueta de un chico con una guitarra y los acordes perfectos.
No quise interrumpirlo, pero quería escucharlo un poco más de cerca, así que avancé unos pasos hacia él. De todas formas, aunque quise pasar desapercibida, la intensidad del momento me delató cuando dejé escapar un suspiro y en acto reflejo sus ojos voltearon a verme.