GRACE
03 de diciembre
Desearía que este día no hubiera llegado tan rápido.
El aroma del café, el murmullo en los abrazos forzados, los perfumes flotando en el aire, tratando de disfrazar el dolor... Todo me devuelve a esta cruda realidad: la persona que yace en ese ataúd es mi hermano, Tadeo.
Él me crió desde que nací. Fue todo: hermano, guía, hogar.
Si alguien me hubiese dicho que lo perdería a los diecisiete años, habría creído que el mundo se equivocaba. Pero estoy aquí, sosteniéndome como puedo, con un hueco en el pecho que no sé cómo nombrar.
¿Cómo explico a mi cabeza que no lo volveré a abrazar? Que su voz ya no atravesará las paredes de la casa, ni el pasillo, ¿ni mis días?
La última vez que lo vi fue en la cocina, en el suelo, su cuerpo inerte. Un derrame cerebral. Todo sucedió en segundos: la ambulancia, el hospital, la sala de urgencias... Y luego, el silencio. Y después, el gran dolor de la pérdida.
No tuve tiempo de decirle cuánto lo amaba, de decirle que todo estaría bien, que volvería con esa sonrisa suya intacta, como si la vida no tuviera dientes.
Nos faltaban tantos partidos por ver, tantas tardes para reír, tantos silencios por compartir.
Y no le dije nada.
Eso... me rompe más que su ausencia.
He pasado toda mi vida rezándole a un Dios que hoy me parece sordo, ausente, de piedra. Le supliqué con fe ciega, le rogué con el corazón en carne viva. Y, sin embargo, me dejó sentir el dolor de la pérdida más cruel. Tadeo no era solo un hermano, él era mi segundo padre.
Y ahora, mi fe se desmorona como todo lo demás.
Me lleno de preguntas sin respuestas. Tal vez nunca estuvo ahí. Tal vez solo lo imaginamos para soportar este mundo.
Regreso al presente, y veo a mamá. La encuentro desencajada, vencida. Se ha desmayado tres veces desde que llegamos. Papá parece otra persona: la presión disparada, la mirada ida. David, Mariana y Samuel... no pueden con el peso del aire. Se han cerrado como puertas viejas. No quieren hablar, yo tampoco, pero no podemos escapar de esto. Estamos rodeados de rostros familiares, de gente que en unos días se irá, dejándonos con el verdadero duelo: el de la soledad que empieza después del entierro.
A lo largo de los años, siempre consideré que los velorios no son para quien se fue, sino para quienes se quedan con las preguntas. Hoy lo confirmo.
La despedida es una ceremonia para los que no saben cómo soltar. Y yo... no sé cómo dejarlo ir, me duelen los párpados de tanto llorar, pero si comparo ese dolor con el que llevo en el pecho, ni siquiera se acercan.
No hay forma de medir lo que duele un adiós que no se eligió. No hay unidad exacta para pesar la ausencia de quien era hogar. Este cuerpo aguanta más de lo que pensaba, pero mi alma está hecha cenizas.
A lo lejos, reconozco quién viene, Amelia. Mi mejor amiga, me conoce demasiado bien como para hablar ahora, solo se acerca y me abraza. Sabe lo que es perder a un padre y yo estuve con ella cuando le tocó llorarlo. Ahora los roles se invierten, y el silencio entre nosotras vale más que cualquier palabra. Me sostiene. Me ayuda a no caer.
La sala se llena, los minutos se estiran, el aire se vuelve denso. Y llega el momento: despedirnos.
Le dedicamos palabras, le agradecemos. Lo soltamos como quien se arranca una parte del pecho, me acerco al féretro y lo beso.
—Te guardo en mí, Tadeo. Gracias por amarme como lo hiciste, espérame un poco más. Te voy a extrañar mucho hermanito.
Volvemos a casa, pero lo que queda no es casa. Es una estructura vacía donde el silencio lastima.
Mamá se encierra, papá se va a la suya, mis hermanos salen sin decir nada. Y yo... yo me quedo sola en la sala, mirando la ausencia como quien ve algo crecer. Me siento en el sofá que compartimos tantas veces, las manos temblorosas, el cuello tenso. Me abrazo las piernas, buscando alguna forma de no romperme más.
Cierro los ojos. Me abrazo a los ecos, trato de volver al antes y me obligo a recordar.
Tadeo está dormido en el sofá, con la boca entreabierta y esa expresión suya de rendición absoluta, como si el mundo pudiera detenerse por un rato y él no tuviera que sostener a nadie. Yo estoy en el suelo, con los pies cruzados, un lápiz entre los dedos y una hoja que ya tiene varias marcas de intento. Lo dibujo a él, o al menos lo intento. Mi risa es fuerte, clara, me sale sin filtro porque el dibujo no se parece a nada más que a un monstruo simpático con sus cejas.
Él se mueve apenas, entreabre un ojo, me observa sin decir una palabra. Cuando ve el papel en mis manos, suelta un comentario de esos que solo él sabía hacer.
—Eso es una falta de respeto al arte. Yo tengo una imagen que cuidar, Chukha.
Entonces río más fuerte. Y él también. Y es ahí donde todo estaba bien, donde no dolía respirar, donde el amor era eso: un domingo en pijama, un retrato mal hecho, una carcajada compartida.
Nadie puede enseñarte cómo se guarda un recuerdo así sin que se te rompa en las manos. Pero lo intento, cada vez que cierro los ojos, intento volver a ese sofá, a ese dibujo, a ese instante donde aún me sentía completa, cuando aún me sentía segura a su lado.
Él era eso: seguridad. La certeza de que, pasara lo que pasara, iba a estar ahí.
Hoy no hay risas, no hay peleas por el control remoto, no hay pasos viniendo de la cocina, solo yo, caminando hacia la mesa del pasillo, donde siempre dejaba sus cosas. Las toco con cuidado, como si todavía conservaran su temperatura, sus zapatillas están ahí. Esperándolo.
Y él ya no va a volver.
La imagen es tan brutal que casi me hace gritar. Pero no lo hago, solo me quedo mirándolas, preguntándome cuándo fue que la vida se volvió tan injusta.