Hasta que duela menos

Capítulo 03: Una carga Invisible

MICHAEL

La última vez que estuve aquí tenía apenas seis años, y fue antes del orfanato, antes de que aprendiera que era más fácil desaparecer que pedir ayuda, antes de que todo lo que conocía se rompiera en silencio. A veces me pregunto si uno realmente vuelve a los lugares donde fue feliz o si simplemente regresa a las ruinas de lo que intentó enterrar, porque el tiempo no solo borra, también distorsiona, y convierte lo vivido en una sombra que ya no se parece a nada, como si el recuerdo se hubiera gastado de tanto doler, y entonces lo que una vez fue hogar se siente extraño, como si ya no me perteneciera, como si caminar por este espacio fuera tocar un vacío que no solo se recorre, sino que se carga.

El accidente me dejó sin nada ni nadie, sin anclas ni refugio, y desde entonces aprendí a caminar solo, como quien carga algo invisible y elige no mostrarlo jamás. Andar así, con el corazón encogido, termina por volverte un extraño incluso para ti mismo, porque en esa soledad fui desapareciendo, hasta perder por completo al niño que alguna vez creyó en un futuro.

Camino por el antiguo barrio con la boca seca y la piel erizada, como si el lugar pudiera reconocerme y, de algún modo, reclamarme. Llegué a mi antigua casa, la que alguna vez fue un hogar, y supe de inmediato que todo había cambiado: la madera estaba podrida, los muros agrietados, el aire cargado de abandono. Era una casa rota, igual que yo, y ya no se parecía en nada a lo que fue. No hay hogar en un sitio que no sabe perdonar, solo quedan recuerdos borrosos, como fotografías desteñidas, momentos que alguna vez importaron y ahora pesan como piedras hundidas en el fondo de un río.
Volver a este lugar fue lo único que me quedó cuando ya no quedaba nada más a lo que aferrarme.

Trabajar en la librería nunca fue parte del plan; la paga apenas alcanza para mantenerme a flote, y los días se escapan sin pausa, como si el tiempo no necesitara permiso para seguir avanzando.
Volví a esta ciudad con la intención de reencontrarme con algo que ya no sé si existe, aunque sé que nadie me recordará, y eso, de alguna manera, aligera el peso. Acá puedo ser un extraño, alguien sin nombre ni pasado, sin cargas que me retengan ni recuerdos afilados que se claven lento, como cuchillas que desgarran sin hacer ruido.

Paso horas limpiando esta casa que alguna vez fue mi refugio, intentando poner orden en medio del desorden, como si eso pudiera volverla habitable. Cuando termino con lo que puedo, me arrastro hasta la cama de la antigua habitación que me acompañó en la infancia e intento dormir, aunque ya sé lo que me espera.

La calma no llega, y cada vez que cierro los ojos, las pesadillas me arrastran a un lugar oscuro, lleno de sombras que no logro apartar, con recuerdos que me persiguen sin dar tregua. Peleo contra el insomnio, pero siempre termina ganando. Entonces empiezo a moverme, a hacer ejercicio en el suelo como si pudiera desgastar el cuerpo hasta que se rinda, aunque ni así encuentro descanso. El sueño no llega en paz; aparece de golpe, como una emboscada, como algo que nunca pedí pero que igual se impone.

****

A la mañana siguiente desperté tarde, sin alarma que me sacara del sueño inexistente y esos treinta minutos de retraso ya me pesan como cadenas. No he cumplido ni una semana en este lugar y la rutina me asfixia. No estoy hecho para un trabajo estable; antes me movía rápido, sin reglas ni horarios, pero aquí todo es lento, monótono y casi insoportable.
¿Aguantaré más de un mes? Lo dudo, pero por ahora lo intentaré.

Ella, la chica de ojos cafés, parece cargar con algo invisible. No habla, solo ordena y trabaja en silencio. Yo tampoco busco conversación, no quiero vínculos ni amistades ni más cargas emocionales. Solo hago lo que se me pide, lo mejor que puedo, manteniéndome en la distancia y el silencio que me protegen.

Llego corriendo, con la respiración entrecortada por la prisa. Al abrir la puerta, me recibe con una mirada seria, casi fría, como si supiera que rompí la regla tácita de no importarle a nadie.

—Hola, disculpa, se me hizo tarde —le digo, sintiendo que mis palabras se pierden ante esos ojos cafés que intentan ocultar una tristeza profunda.

—Hola —responde firme, pero su mirada delata lo contrario—. Ponte el mandil y ve por las cajas de atrás.

—¿Estás bien? —digo, maldiciéndome por abrir esa puerta que prometí mantener cerrada.

—Sí, todo bien —intenta sonreír, pero la sonrisa se quiebra antes de llegar—. Solo eso, nada más.

No insisto. Prefiero dejar sus silencios intactos, como un eco lejano que no quiero perturbar. Me alejo hacia el almacén y el silencio entre nosotros se expande.

Paso la mañana entre cajas y estantes, mientras ella atiende clientes, invisible para mí. Cada vez que paso entre las estanterías, las portadas me devuelven historias de amores perfectos, imposibles, ideales que nunca fueron reales. No entiendo cómo tantos jóvenes se creen esos cuentos que solo alimentan expectativas que solo terminan en desilusión. El amor no es un cuento de hadas, y sin embargo, parece que todos quieren vivirlo como si lo fuera.

De repente, su voz me sorprende:

—¿Cómo vas?

No había notado que estaba cerca. Mi mente sigue atrapada en esos libros de romance que tanto detesto.




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