GRACE
Salgo y me recibe una tarde de sol inesperadamente radiante, un clima extraño que, sin embargo, disfruto mientras camino sin rumbo buscando algo para comer. Desde que empecé a trabajar en la librería no he podido preparar mis almuerzos como antes y, aunque ahora vivo con mi amiga, no quiero ser una carga para ella, así que apenas voy a su casa a dormir.
Llego al lugar donde preparan mi plato favorito, pastas. Son costosas, sí, pero una lasaña bien hecha reconforta el alma; en otra vida, quizá fui Garfield. Pido y pago mientras me repito en silencio que no hay nada más sabroso que esto.
Cuando me llaman, el primer bocado confirma mi verdad, está delicioso. Comer es una de las pocas cosas que aún me hacen bien y por unos instantes olvido penas, dudas y las voces críticas de mi madre que me taladran.
Termino de comer y vuelvo a la librería, aún me quedan unos veinte minutos, me siento en el almacén, me pongo los auriculares y cierro los ojos. Pero alguien entra.
—Disculpa, no sabía que estabas aquí —dice Michael
—Sigue, en unos minutos subo para el cambio —respondo. Él asiente, sin más.
Se va y me quedo sola otra vez, mis ojos se posan en unos apuntes desordenados sobre el escritorio: números, frases a medio escribir, todas relacionadas con el amor. Resulta curioso que alguien que parece detestar el romance acumule cajas llenas de libros del género. Sonrío en silencio, pensando en la ironía de que yo, que adoro las historias románticas, trabaje junto a alguien que parece rechazarlas por completo.
Lo he visto antes, no sé dónde, pero siento que en algún momento nuestros caminos se cruzaron. Cada vez que intento mirarle a los ojos, los desvía rápido; su cuerpo se tensa, se vuelve rígido, como si cualquier gesto pudiera delatarlo. Cumple con lo que le piden en el trabajo y nada más, quizás sea su forma de ser o tal vez un refugio para ocultar lo que realmente carga.
Es hora de subir, dejo todo en su lugar y hago el cambio de turno. Justo cuando se dispone a irse, la duda me quema y no puedo evitar preguntar:
—¿Nos conocemos de algún lado? —pregunto, sin poder ocultar la curiosidad.
Él evita mi mirada, esquiva mis ojos con rapidez.
—Lo dudo —responde seco—. No soy de aquí, seguro me confundiste.
—Tus ojos... me recuerdan a alguien —insisto, como si necesitara encontrar una respuesta que calme esa inquietud—. Pero puede que tengas razón.
—Quizás —dice sin más—. Si necesitas algo, estaré abajo.
Se da la vuelta y se aleja, como si nada hubiera pasado, dejando un silencio pesado tras de sí.
No es hombre de palabras y eso no me sorprende; no voy a esforzarme por descubrir qué esconde porque me conozco demasiado bien: cuando algo se me mete en la cabeza, la curiosidad crece, pero ya aprendí a no abrirme a nadie, Amelia me basta.
La tarde avanza con una calma que parece engañosa. Michael se queda todo el turno, quizá compensando su tardanza. Me ayuda a cerrar la librería en silencio, con miradas que se cruzan fugazmente. Al cruzar la calle, escucho su voz detrás de mí.
—No suelo interesarme en nadie pero... ¿segura que estás bien?
Me detengo, su voz no suena como siempre. Me doy vuelta y lo veo mirarme con una intensidad que no había notado antes, como si quisiera leerme, entender algo que ni yo comprendo del todo. Siento que si bajo la guardia un segundo más, va a verme de verdad.
—Estoy cansada... han sido días difíciles. Hago lo que puedo, aunque a veces parece que no alcanza.
No dice nada al principio, pero tampoco se va. Sus ojos se quedan quietos, fijos, demasiado atentos. No hay juicio en su gesto, solo una tensión contenida que me obliga a sostenerle la mirada, algo en su expresión cambia, muy leve, pero lo suficiente para hacerme temblar por dentro.
—Si tú lo dices, te creo. Pero tus ojos dicen otra cosa. Que descanses, Grace.
Mi nombre en su voz suena distinto. Casi como si lo probara por primera vez, como si no quisiera soltarlo del todo. Se da la vuelta sin apuro, sin remate, y se aleja como si lo que acaba de decir fuera suficiente para él.
—Igualmente, Michael —respondo bajito, sintiendo un nudo que no sé si es tristeza o algo peor.
Sus pasos se alejan, pero su mirada se queda conmigo como un eco que no se apaga. No sé si esto fue solo un cruce de palabras o el inicio de algo que no pedí. Fingir se me da bien, pero los ojos no saben mentir, ni los suyos, ni los míos.
Es viernes y aunque el cuerpo me pide volver a casa de Amelia, el corazón insiste en seguir. Camino sin rumbo mientras el cielo se va apagando sobre mí. Busco a Tadeo en las estrellas que aún no aparecen y, con los ojos cerrados, me repito en silencio que solo quiero un día sin lágrimas.
La noche enfría el aire y me envuelve con su silencio sigo caminando y a unos metros, un bar de luces bajas se asoma como refugio. Entro sin pensarlo demasiado, llevada por ese impulso de quien prefiere cualquier ruido antes que su propia soledad. Adentro huele a humo y licor, el ambiente denso y lento. Pido algo caliente, como si eso bastara para calmar el frío. Solo a mí se me ocurre pedir café en un lugar como este.