Hasta que duela menos

Capítulo 05: Cuando el dolor no se apaga

MICHAEL

Ella cerró los ojos en el auto, entregándose a un cansancio que parecía venirle desde adentro, como si algo la estuviera drenando en silencio. No dijo una sola palabra más, y yo tampoco, porque el silencio entre nosotros era tan denso, tan cargado, que bastaba para recordarme una y otra vez por qué carajos la seguí.

Nos despedimos en la librería como cualquier otro día, sin gestos raros ni señales, pero ella no tomó el camino de siempre, y aunque pensé que tal vez quería caminar sola, algo no encajaba del todo, hasta que la vi entrar al bar... y supe que eso no iba a terminar bien.
Nunca creí que el cuerpo pudiera sostener tanta miseria con tan poco alcohol, pero me equivoqué.

Cuando llegamos a mi casa, la levanté en brazos. Intenté subirla a mi cuarto, pero antes de llegar, apoyó los pies en el suelo, se inclinó hacia adelante y vomitó en medio de la sala todo lo que llevaba dentro, lo poco que le quedaba. Su cuerpo era un peso roto que apenas se sostenía, sin fuerza ni voluntad, como si algo en ella se hubiera rendido del todo.

—No me mires —dijo con voz rota, una vergüenza que parecía hundirla más que el mismo cansancio—. No quiero que me tengas lástima.

Me agaché y la sostuve con calma, sin apuros, sin preguntas. En ese momento no había espacio para nada más.

Cuando terminó, intentó caminar, pero apenas dio dos pasos antes de rendirse. La cargué de nuevo. Era liviana, demasiado. Como si su cuerpo ya no supiera sostenerse.

Al llegar al cuarto, noté que temblaba. Estaba empapada, con la ropa pegada al cuerpo como si le pesara el doble. No podía dejarla así.

Busqué algo limpio. No fue un gesto cuidadoso, ni pensado. Solo hice lo que había que hacer. Y sin embargo, al cambiarla, algo me frenaba por dentro. Las marcas en su piel, el cuerpo frágil, el temblor que no se iba. No me correspondía mirarla. Ni sentir nada. Pero lo sentía igual.

La arropé en silencio. Ella no dejaba de tensarse, como si algo adentro siguiera peleando. Su respiración era corta, entrecortada, como si el aire ya no le alcanzara.

—Tadeo… —susurró, y el nombre se le quebró en la garganta—. Perdóname por no llegar, por no estar...

No sabía quién era.
Pero supe que importaba.
Que dolía.

Las sábanas se arrugaban entre sus manos como si se le fuera la vida en apretarlas.

—Mamá gritaba… y yo… me quedé paralizada. Tenía miedo de mirarte morir…

Se hizo un ovillo. Como si pudiera esconderse. Como si esconderse sirviera de algo.

—¿Por qué no me llevaste contigo? Era mejor… mejor que quedarme acá...

Ya no hablaba. Se arrastraba. Y repetía ese nombre como si así pudiera aferrarse a él.

Yo seguía parado en el marco de la puerta sin saber qué carajo hacía ahí. No era mi problema. No era mi historia. Apenas la conocía.

Pero no me fui.

Cuando empezó a moverse de nuevo, inquieta, como si tuviera frío o miedo o ambas cosas, me acerqué. Le tomé la muñeca. No fue ternura. No fue consuelo. Solo quería que se calmara. Que dejara de retorcerse por dentro.

Ni siquiera sé por qué lo hice.

No le hablé. No intenté quedarme más de lo necesario. No sé si supo que estaba ahí o si seguía atrapada en ese lugar del que no podía salir.

Y mientras la sostenía, algo me ardía por dentro. No sabía qué era. No quería saberlo. Me enojaba verla así. Me enojaba haberla traído. Me enojaba no poder irme. Pero más que nada, me enojaba sentir algo por ella.

—No me dejes sola otra vez —susurró de pronto.

No lo dijo para mí.

Pero igual dolió.

Me solté de golpe. Me alejé. Cerré la puerta con la misma suavidad con la que uno se aparta de algo que quema.

Mañana todo será distinto.
O tal vez no.

Pero no vine a salvar a nadie.
Mucho menos a una chica que llora nombres de muertos en sueños.




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