
MICHAEL
La puerta se cierra de golpe y la casa vuelve a sumirse en un silencio distinto. No es el de siempre. Este es denso, molesto, como si las paredes se hubieran tragado lo que pasó y lo escupieran de vuelta, una y otra vez. Apoyo la espalda contra la madera y suelto el aire que había estado conteniendo. Miro hacia las escaleras, pero no subo. Me quedo quieto, como si todavía dudara si ir tras ella o dejar que desaparezca, como todo lo que alguna vez me importó.
¿Por qué vino? ¿Qué esperaba encontrar acá? ¿Un perdón que no tengo, un abrazo que no sé si merezco, una explicación que no pienso dar? "Deja de llamarme niña". Tiene razón. Sé perfectamente cómo se llama. Grace. Difícil olvidarlo. Aunque nunca pronunció su nombre esa noche, lo escuché tantas veces en boca de otros, y me basta con verla para recordarlo. Pero prefiero no usarlo. Nombrarla sería acercarme demasiado. Y yo no debería acercarme. No a ella.
La forma en que me miró, esa mezcla entre rabia y miedo, me golpeó más de lo que debería. Me recordó cosas que ya enterré. O que intento enterrar. Y que no pienso dejar salir, ni ahora ni nunca.
Grace me desespera. Me desespera su forma de exponerse, de venir a buscar algo que ni siquiera ella misma parece entender. Esa necesidad constante de que alguien la escuche, que la vea, que la sostenga. No lo digo por burlarme, lo digo porque sé lo que significa depender de alguien y lo mucho que duele cuando esa mano que creías firme te suelta sin aviso.
Por eso me encerré. Por eso me fui.
Si le contara por qué vine a esta ciudad, si supiera todo lo que intento esconder, saldría corriendo como todos los demás. Y si no lo hiciera, sería aún peor, porque entonces me quedaría sin salida.
Su insistencia me molestó. Esa manera de pararse frente a mí como si tuviera derecho a exigirme algo me golpeó más de lo que admito. Pero también me jodió la forma en que me miró cuando le dije que era una carga, porque vi la verdad en sus ojos. Y detesto cuando la gente me recuerda en lo que me he convertido.
La empujé. No con brusquedad, pero sí con intención. Porque si no la alejaba en ese instante, me iba a quebrar. Si seguía hablando, si decía una palabra más con ese temblor en la voz, yo también iba a hablar y no puedo permitirme eso otra vez.
No quiero conocerla, pero la estoy conociendo.
No quiero entenderla, pero la estoy entendiendo.
Finalmente subo a mi cuarto y me dejo caer en la cama sin apagar la luz. Me quedo mirando el techo como si pudiera encontrar alguna respuesta ahí, aunque sé que no las hay. Solo quedan errores que aprendí a no repetir.
Grace no lo sabe, pero le estoy haciendo un favor. Yo no soy un lugar seguro, ni para ella ni para mí. Estar cerca de mí es una mala idea, incluso peligrosa, y ella no tiene idea de eso.
Hace tiempo que decidí no crear vínculos, no permitir que nadie cruce esa línea. Y con ella todo está siendo muy complicado.
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El día siguiente llega sin que me dé cuenta. El sol se filtra por la ventana, apenas, lo justo para recordarme que tengo que moverme. Me visto sin pensar demasiado, bajo las escaleras, preparo café como si todo fuera parte de un mecanismo automático. El silencio en la casa ya no se siente igual, pero lo ignoro.
La librería huele a polvo y a madera vieja. Como siempre. Y por un rato, ese olor me calma. Ordeno las estanterías, reacomodo libros que no son muy comerciales y repito las tareas hasta que casi olvido en qué momento abrí la puerta principal.
El sonido de la campanilla en la entrada anuncia su llegada, y no necesito mirar para saber que es ella. La forma en que sus pasos se detienen por medio segundo antes de cruzar el umbral lo dice todo.
Grace.
No decimos nada. Va directo hacia el fondo y se coloca detrás del mostrador, como si fuera un día más, como si anoche no me hubiera gritado, como si no hubiese pasado nada entre nosotros, cosa que agradezco.
Yo sigo ordenando los estantes, uno a uno, fingiendo que no la siento a menos de cuatro metros, que no noto cómo su respiración se vuelve más acelerada cuando estoy cerca, que no me perturba ese olor a lavanda que parece arrastrar desde que llegó.
—Buenos días —dice al fin, apenas audible.
—Buenos días —respondo sin levantar la mirada, cortante, seco, como siempre.
El silencio entre nosotros es denso. No incómodo, solo pesado, como si estuviéramos atrapados en un cuarto lleno de humo y ninguno se atreviera a abrir una ventana. Grace acomoda algunos libros, y aunque intenta que no se note, sus dedos tiemblan. No sé si es por nervios, por rabia, o por las dos cosas. Yo no tiemblo, nunca lo hago, pero no puedo evitar esa punzada en el pecho cada vez que la veo fingir que todo está bien, con esa cara serena que no le encaja y esa voz tranquila que no le pertenece.
—¿Hay que hacer el inventario hoy? —pregunta de pronto, como si necesitara llenar el aire con algo.
—Sí. Los estantes del sector de literatura clásica, puedes empezar por ahí.