Hasta que duela menos

Capítulo 08: El peso de no saber

GRACE

Estar sola y en silencio en esta casa hace que hasta mis pensamientos parezcan gritar; no hay televisión, ni música, ni pasos que rompan el vacío, solo yo y el eco de mí misma.
Me siento en la cama y dejo que el día se desarme sobre mí; la soledad no pesa, duele.

Apago la luz y cierro los ojos. El sueño me toma sin aviso, como si el cuerpo ya no tuviera fuerzas para mantenerse despierto.

De repente, sin aviso, me encuentro en otro lugar. Es de noche y el cielo está limpio, sin una sola nube. Estoy sentada en una vereda, con las rodillas al pecho, y a mi lado está Tadeo. No dice nada, solo me mira con una ternura que duele. Su mirada es la misma que la última vez que lo vi: serena, pero cargada de comprensión, como si ya supiera lo que me pesa y quisiera aliviarlo sin palabras.

—¿Desde cuándo estás aquí? —le pregunto con la voz quebrada.

—Desde que te escondiste en lo que dolía... y te olvidaste de vivir —responde él.

Quisiera tocarlo, asegurarme de que es real, pero mis manos no se mueven. Es como si mi cuerpo supiera que, si me acerco, se desvanecerá.

—Lo siento —susurro con los ojos llenos de lágrimas—. Por no haberte encontrado cuando debía, por no haber hecho más.

Tadeo baja la mirada un instante, luego vuelve a mirarme con suavidad.

—Grace, nunca fue tu culpa. Me duele verte cargar un dolor que no te pertenece. No quise dejarte esa herida, pero sin querer, lo hice.

—No puedo —le respondo.

—Puedes hacerlo, mi Chukha.

Me trago las lágrimas. Pero en este sueño, hasta eso se siente real. La garganta se me cierra, el pecho se hunde.

—No quiero olvidarte —digo, como si fuera un delito.

—No tienes que olvidarme —responde, suave—. Solo tienes que quedarte en este mundo y ser feliz, por ti, por todos los que te amamos.

Me besa la frente y, entonces, como suele pasar en los sueños, se va. No camina, no desaparece en un suspiro. Simplemente... ya no está.

Despierto con la cara mojada y el pecho vacío. La almohada está empapada, mis ojos hinchados y el dolor se siente profundo, como una herida que no termina de cerrar. Su voz sigue resonando en mi cabeza, esa voz suave que me pidió que me quedara aquí, que fuera feliz, por mí y por todos los que me aman.

Lo vi, lo sentí tan real que por un instante creí que todavía estaba aquí conmigo.

Me quedo en la cama sin moverme, atrapada en una tristeza que pesa con cada respiración. No tengo prisa, no hay nadie, solo yo y el vacío que dejó su partida.

A media mañana me levanto. No como, no me baño, apenas me cambio, como si el cuerpo no importara hoy. Camino a la cocina, tomo un sorbo de agua y miro el reloj. Es domingo, y por primera vez desde su entierro decido ir al cementerio a visitarlo.

El cielo está gris y pesado, y siento cómo se me oprime el pecho. Sostengo unas flores en la mano, sin pensar en cuáles ni por qué. Solo tomé las primeras que encontré. Camino entre las tumbas con pasos suaves, tratando de no hacer ruido, de no molestar a nadie. Ni a él.

Llego. Su nombre está grabado en piedra, tan inmóvil, tan injusto. Me arrodillo frente a la lápida y dejo las flores al pie, sin decir nada. Cierro los ojos, el mentón me tiembla. No quiero hablar en voz alta, no hoy, solo quiero sentirlo.

El viento sopla despacio y una brisa leve toca mi mejilla. No es suficiente, pero es algo. Entonces lo imagino sentado a mi lado, con esa media sonrisa suya, como en el sueño, como si no se hubiera ido del todo. No me habla, no lo necesito, solo quiero ese momento, un segundo de calma, un susurro de "acá estoy, Grace".

Abro los ojos y me siento sola otra vez, pero algo cambió. No sé qué. No es paz, no es consuelo, es apenas un hilo de aire que me sostiene por dentro. —Te extraño —susurro.

Me levanto y me alejo sin mirar atrás, no porque no me duela, sino porque sé que, si lo hago, no querré irme.

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Al día siguiente, la librería huele a papel viejo y café recalentado. Michael ya está adentro, como siempre, con esa expresión de "no me hables". Está recostado contra el mostrador, hojeando un libro como si todo el mundo le resultara irrelevante.

Yo apenas acabo de entrar y ya quiero irme.

—Pareces más muerta que los libros de poesía —dice sin levantar la vista.

—Buenos días para ti también —respondo, acomodando mis cosas.

El silencio se instala entre nosotros. Él sigue pasando páginas sin mirar realmente, solo marcando distancia.

Me acerco dudando, sin saber bien por qué. Quizás porque después del cementerio todo pesa más, y no soporto esta frialdad suya, como si nada pudiera tocarlo.

—¿Siempre fuiste así de frío o es algo que se entrena?

Cierra el libro y lo deja sobre el mostrador. Me mira con desdén, como si la pregunta le diera pereza.




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