Hasta que duela menos

Capítulo 12: La herida que no sangra

GRACE

La casa está en silencio, pero mi cabeza no.

Me acosté tarde, fingiendo que todo estaba bien, que solo había sido un día largo, nada más. Que la visita de Josh no me había afectado, pero no es verdad.

Me obligo a cerrar los ojos e intento dormir. Antes habría rezado o hablado con Dios, pero ya no puedo; no desde lo de mi hermano. Algo en mí se apagó desde entonces.

Es duro pensar que un día estás compartiendo la cena con tu familia y al siguiente... estás velando a uno de ellos.

Me cubro el rostro con las manos, intentando no quebrarme así, no de nuevo.

No sé cuánto tiempo pasó hasta que, finalmente, el sueño me venció.

<<Tadeo vino.

Estaba en ese rincón del cementerio, con las manos hundidas en los bolsillos de su chaqueta azul, la que más le gustaba. Me miraba con esa mezcla de ternura y advertencia que solo él sabía tener, como si supiera lo que venía a recordarme.

—No te culpes, ya no más... —me dijo sin mover los labios.

Quise abrazarlo, decirle que lo siento, que cada día pesa más, pero su rostro comenzó a transformarse lentamente y se volvió el rostro de Josh.

Sentí sus manos fuertes cerrándose alrededor de mi cuello, apretando, cortando mi aire. Su voz cambió, se volvió un gruñido bajo y cruel. Quise gritar, pero mi voz se perdió en un silencio espeso. El miedo me paralizó, el aire desapareció de mis pulmones.

Forcejeé, intenté alejarlo, pero mi cuerpo se volvió pesado, sin fuerzas y entonces caí al suelo frío, sin poder defenderme.>>

Desperté gritando, con el corazón desbocado y la respiración entrecortada, llorando desesperadamente, miré al rededor mío, quería saber donde estaba, el pecho me dolía y el aire me faltaba. Amelia entró corriendo, descalza, con los ojos muy abiertos, y me encontró temblando.

-¡Grace!

Me incorporé como pude, sudando frío y con las manos aún temblando, como si aún llevara en el cuerpo la noche con Josh.

—Estoy bien —dije, pero la voz me salió débil, rota.—Estoy bien—veo mis manos aún temblando.

—No, no lo estás.

Se sentó a mi lado y me abrazó con fuerza.

—Dime qué pasó, por favor habla Grace, necesito entenderte, quiero ayudarte.

La miré, necesitaba unos segundos para juntar fuerzas; no podía seguir guardando el silencio.
Le conté todo, desde la fiesta hasta Michael, cada detalle como un puñal que iba clavando. No me interrumpió ni una vez, solo me escuchó. Cuando terminé, se quedó en silencio, parecía que todo su cuerpo se desvanecía y entonces me abrazó de nuevo.

—Perdóname —susurró con la voz quebrada—. Yo debería haber estado ahí para cuidarte— perdóname.

—No fue tu culpa —susurré—. Yo quise sobrellevarlo, no quise que me afectará tanto y necesitaba desaparecer, aunque fuera un rato.

—Grace —dijo con voz firme, pero cargada de preocupación—, no puedes seguir callando lo que te rompe por dentro. No puedes cargar sola ese peso que te está aplastando. No tienes que enfrentarlo todo tú, ¿me entiendes?

Asentí con los ojos llenos de lágrimas. Después de varios días con una armadura que me impedía llorar, esta vez dejé que el llanto saliera, sin miedo ni vergüenza.

Amelia se quedó a mi lado toda la madrugada, escuchándome llorar, acompañándome en el dolor sin decir una palabra más.

***

A la mañana siguiente, la luz entra sin permiso por la ventana y el reloj marca casi las once. Salgo apurada, con el alma aún tibia por la pesadilla de la madrugada. Amelia me deja una taza de café en la mano, me besa la mejilla y no dice nada más; su silencio se vuelve un refugio.

Cuando llego a la librería, lo primero que noto es a Michael. Está subido en una escalera, organizando libros en la parte alta de los estantes, pero algo no está bien. Tiene la ceja inflamada y el labio partido, y su cuerpo se mueve rígido, como si el dolor físico fuera más fuerte que cualquier orgullo que quisiera mostrar.

Se mueve con lentitud, el rostro le brilla por una herida seca en la mandíbula y, aunque intenta disimularlo, lo noto. Me acerco, pero él no me mira. Estoy segura que no tenía esos golpes ayer.

—¿Qué te pasó?

Silencio.

—Michael...

—Nada que tenga que ver contigo—responde sin apartar la vista del estante.

Su voz suena igual que siempre: firme, seca. Pero hay algo distinto, una forma de cansancio que no había visto antes.

—¿Te puedo ayudar?

—No necesito que me cures como a un perrito callejero. Pediste distancia, y eso es lo que estoy haciendo, Grace. —espeta.

Me muerdo el labio, pero no retrocedo.

—Sé lo que pedí. Y lo sostengo. Pero eso no quita que me importes. No es lástima, es preocupación.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.