
GRACE
Lo seguí con la mirada mientras se alejaba, con las manos manchadas y los ojos vacíos, como si algo dentro de él se hubiera quebrado una vez más. A mis espaldas, Josh seguía tirado en el suelo, con el rostro deformado por los golpes que Michael le había dejado, pero no tuve fuerzas para mirarlo otra vez. El terror que había sentido aún me recorría la piel, tan vivo que parecía imposible sostener cualquier otra mirada que no fuera la de él alejándose.
Me acerqué unos pasos, lo suficiente para comprobar que todavía respiraba, aunque apenas lograba sostener la cabeza. La sangre le corría por la ceja y el labio partido le temblaba cada vez que intentaba hablar. Cuando sus ojos se encontraron con los míos, quiso articular algo, pero no lo dejé.
—Déjanos en paz, Josh.
Sonrió con dificultad, como si el dolor no significara nada, como si lo que acababa de pasar no le importara en lo más mínimo.
—No sabes quién es —susurró, arrastrando las palabras con esfuerzo—. No sabes lo que hizo.
Lo miré una última vez. No respondí. No había nada que decir, nada que rescatar de sus palabras, porque en ese instante todo me pareció tan vacío como él.
Me di la vuelta y caminé hacia la librería con el corazón golpeándome en la garganta. Sabía que Josh lo había provocado, pero aun así Michael me asustaba: la forma en que lo golpeaba, la manera en que no lo soltaba, como si algo dentro de él le siguiera gritando que continúe con cada golpe.
Avancé despacio por el pasillo del fondo. El aire estaba denso, cargado de una tensión que me quemaba la garganta, como si cada paso me acercara a un lugar del que no podría salir igual. Me detuve en el marco de la puerta. Michael tenía la cabeza inclinada y el agua corría sobre sus dedos, arrastrando poco a poco el rojo seco que aún se aferraba a sus nudillos. No se giró, pero lo sentí: sabía que estaba ahí, que lo miraba.
Quise preguntarle si estaba bien, pero la idea me pareció absurda. ¿Quién podría estarlo después de dejar a alguien destrozado a golpes?
Guardé silencio, apoyada contra el marco, observando cómo el agua se deslizaba entre sus dedos, clara al principio, luego teñida de un rojo apagado que se resistía a desaparecer. Esperé. Esperé a que hablara, a que alzara la mirada, a que me dejara entrar en ese silencio que parecía tragárselo todo. Pero no lo hizo.
Fui yo quien rompió la quietud, aun sabiendo que tal vez no quería escuchar lo que vendría después.
—Lo tuviste otra vez frente a ti —dije, tratando de mantener la voz firme—. ¿Qué fue lo que pasó para que terminaras así con él?
Michael se secó las manos con un trapo gastado y levantó apenas la cabeza, sin atreverse todavía a mirarme de frente.
—Nada que no mereciera —respondió con la voz tensa, áspera, como si hablara desde un lugar al que yo no podía llegar—. Ese tipo cruzó un límite y se lo advertí.
Quise acercarme, pero me detuve. Había algo en su espalda, en la rigidez de sus hombros, que me pedía distancia, aunque todo en mí reclamara lo contrario. Tragué saliva, intentando contener la urgencia de tocarlo.
—No puedes resolverlo todo a golpes —susurré—. Existen otras formas.
Se giró despacio y me sostuvo la mirada con esos ojos oscuros que lo decían todo sin pronunciar nada.
—No me hables de formas —escupió—. Tú no sabes lo que es contenerse con alguien como él.
Me dolió escucharlo. No era a mí a quien dirigía esa rabia; peleaba contra algo que lo carcomía desde dentro.
—No me vas a alejar así —murmuré, casi sin reconocer mi propia voz—. No soy tan frágil como piensas.
Él soltó una exhalación breve, áspera, una risa quebrada que no era risa, como si la palabra "frágil" lo ofendiera.
—No se trata de eso. No es tu fragilidad. Es la mía.
Me dejó inmóvil. Lo miré sin parpadear, no por lo que había dicho, sino por lo que callaba después. Sus gestos hablaban más que sus frases cortadas: los puños aún cerrados, la mandíbula rígida, el pecho alzándose con una agitación que no lograba contener.
Entendí entonces que no estaba peleando con Josh.
Estaba peleando con algo que lo perseguía desde mucho antes de conocerme.
—¿Qué hiciste antes de llegar aquí? —pregunté al fin, mi voz temblando entre la firmeza y el miedo—. ¿Qué fue tan grave para que creas que todo lo que tocas termina roto?
Michael sostuvo mi mirada por primera vez en minutos. Y esta vez no se apartó. La enfrentó como si le doliera, como si supiera que ya no había forma de escapar.
—Perdí a personas por mi culpa —murmuró, y cada sílaba parecía arrastrar un peso insoportable—. Creí que podía protegerlas, que bastaba con querer hacerlo... pero no fue suficiente.
Hizo una pausa, y lo siguiente salió casi en un suspiro.
—Y no quiero volver a ver a alguien quebrarse por mi causa. No otra vez, no contigo.
Algo dentro de mí se resquebrajó en silencio. Quise preguntarle a quién había perdido, qué nombre lo atormentaba, qué historia guardaba detrás de esa sombra en sus ojos. Pero el temblor en su mandíbula, la herida que no alcanzaba a disimular, me detuvo. No era el momento. No todavía.