
MICHAEL
Salí de la librería con el pecho apretado, como si algo dentro de mí hubiera decidido no volver a moverse. No era la primera vez que intentaba alejarme de Grace, pero cada intento dejaba una huella más profunda que la anterior. Caminé bajo la lluvia sin rumbo, dejando que el agua me empapara por completo, esperando que el frío hiciera callar lo que ardía adentro. Pero el cuerpo puede acostumbrarse al hielo, no al fuego.
Cuando llegué a casa, la oscuridad parecía esperarme. Cerré la puerta y me quedé quieto frente al escritorio. Sobre la madera, la libreta negra seguía en el mismo lugar, como si nunca hubiera dejado de observarme. Desde que Grace la mencionó, no pude sacarla de mi cabeza. Era la libreta de Abril, su refugio, su manera de hablar cuando yo no quería escuchar. Decía que si algún día no estaba, quería que leyera sus pensamientos, que entendiera quién era ella más allá del silencio que yo le impuse. Nunca entendí esa insistencia suya, esa necesidad de dejarse escrita. Ahora lo comprendo con el peso de los años encima.
La abrí con las manos húmedas y el papel respondió con un leve crujido. La letra de Abril era pequeña, apretada, temblorosa, como si cada palabra hubiera nacido de un miedo a no ser suficiente. En cada trazo había algo de ella: su risa leve, sus miedos escondidos, su fe silenciosa. Ella creía en Papá Dios con una devoción que yo no entendía, como si lo sintiera cercano en los detalles más pequeños, mientras yo lo veía lejano, una figura que observaba desde arriba sin intervenir, indiferente a todo lo que me dolía.
Entre las páginas, encontré una hoja suelta, doblada, marcada por el roce del tiempo. Su tinta se había corrido un poco, pero las palabras aún resistían.
"Si un día ya no puedo quedarme, promete que no vas a volver a encerrarte. Promete que vas a mirar el cielo aunque te duela y sentirás que te acompaño desde allí, porque yo estaré ahí, en todo lo que te haga temblar."
Sentí que algo dentro de mí se detenía, como si el corazón se negara a avanzar. La miré, y entonces todo volvió.
El accidente, mis padres, el jardín del orfanato. La tierra húmeda después de la lluvia. Yo, con siete años, el silencio mordiéndome los labios. Los otros niños jugaban, corrían, reían con una ligereza que yo había olvidado. Y entonces ella apareció una tarde cualquiera: un hilo rojo atado a la muñeca, barro en la mejilla, y esa forma de mirarme como si supiera que yo no necesitaba palabras. No habló. Solo se sentó a mi lado. Al día siguiente regresó. Y al siguiente. Y al siguiente.
A veces dejaba una piedra, un trozo de papel doblado, una flor marchita. Eran sus formas de decir "estoy aquí", aunque yo no levantara la cabeza. Cuando me peleaba con los demás, se acercaba con una mirada que no juzgaba, solo observaba. Quería limpiar mis heridas, pero yo me apartaba con torpeza, incapaz de permitir el gesto.
Hasta que una tarde, cuando el sol empezaba a apagarse, se sentó en el pasto frente a mí. Tenía las rodillas raspadas y una hoja en la mano.
—A veces creo que allá arriba viven los que extrañamos —dijo, sin mirarme—. Y que si los miramos mucho, nos miran también.
Vi cómo sus ojos se llenaban de una luz tenue, casi de asombro, como si la certeza de algo más grande la sostuviera. Yo no entendía esa fe. Para mí, todo era frío y vacío. Pero en ella había un calor que me desconcertaba, un hilo invisible que me obligaba a mirar. Fue la primera vez que levanté la mirada y la observé de verdad. Esa sonrisa quedó grabada en mí, inolvidable, un refugio silencioso que aún podía invocarme años después.
Vuelvo al presente y cierro la libreta. Abro los ojos. La habitación vuelve a tomar forma, pero todo dentro de mí sigue quieto. No me permito llorar. Aprendí a contenerlo, a que el dolor se vuelva parte del cuerpo, no un desborde. Guardo la hoja con cuidado, como quien sostiene un recuerdo que duele pero que ya no intenta arrancarse.
Apoyo la frente contra el vidrio. Afuera, la lluvia sigue cayendo, incesante. La recuerdo más que nunca. Ella detestaba las lluvias; decía que era la manera en que Papá Dios lloraba por nosotros. Yo, en cambio, necesitaba más días de lluvia. Siempre drenaban el dolor que cargaba, y el odio hacia la miserable vida que me tocó vivir encontraba un extraño alivio en el frío.
El sábado transcurre pesado, con ese tipo de quietud que no descansa. En la librería, ella se mueve con una calma que parece ensayada. No busca mi mirada, y aun así, cada vez que pasa cerca siento que algo me aprieta el pecho. Intento concentrarme en el orden, en cualquier cosa que no sea ella, pero su presencia lo llena todo.
Cuando el reloj marca el mediodía, me preparo para irme. Estoy a punto de tomar la chaqueta cuando escucho su voz detrás.
—¿Tienes algo que hacer esta tarde? —pregunta con un tono tranquilo, sin intención de forzar nada.
—Nada importante —respondo, sin girarme.
Ella duda. Juega con las llaves entre los dedos, una costumbre suya cuando no sabe si decir lo que piensa.
—Podríamos ir a algún lado. Un café. O caminar. Algún plan.
La miro sorprendido por su proposición. No hay timidez en su rostro, solo una honestidad que me incomoda. Una parte de mí quiere aceptar, pero otra se defiende.