Hasta que duela menos

Capítulo 16: Donde todavía duele

GRACE

No insistí cuando Michael rechazó mi invitación.
—Está bien. Te veo el lunes —dije sin dramatismos, aunque por dentro me quemaba un deseo inquieto mezclado con miedo.

Caminé hacia casa y la noche transcurrió con esa normalidad extraña que arrastro desde hace meses. Las pesadillas volvieron a buscarme y no me dejaron dormir del todo. Ya casi forman parte de mi rutina nocturna, pero aun así desgastan algo en mí cada vez que llegan.

A la mañana siguiente, cuando abrí los ojos, encontré a Amelia sentada al borde de la cama. No sé cuánto tiempo llevaba ahí. Me estaba mirando con esa mezcla de preocupación y ternura que solo ella sabe sostener sin romperse.
—Si pudiera quitarte esas pesadillas, lo haría sin dudarlo —murmuró mientras me limpiaba las lágrimas que ni siquiera había sentido caer.

—¿Buenos días? Aunque ya se nota que no están siendo tan buenos —respondí incorporándome para sentarme a su lado.
—Vine a hablar contigo —dijo tras aclararse la garganta.

—¿Que sucede?

—Sé que dije que no actuaría como psicóloga contigo, pero últimamente te escucho en las noches, escucho como luchas con las pesadillas y te veo más afectada. Siento que estás cargando todo sola y no deberías. Necesitas apoyo de quienes te quieren. Yo estoy aquí para ti, siempre… —me toma la mano y veo cómo sus ojos empezaban a humedecerse—. Pero no soy suficiente. Necesitas a tu familia. Necesitas de tu madre. Y necesito verte bien. Sé que la extrañas y creo que es tiempo de regresar a casa y hablar con ella.
—La extraño, es verdad. Solo que me asusta que me rechace, me aterra volver a ver esos ojos llenos de dolor, como si yo hubiera sido quien le arrebató a su hijo —Amelia me abraza y me habla al oído.
—Eres la persona más valiente que conozco, eres fuerte y sé que puedes hacerla entrar en razón. Por favor ve y búscala.
Asentí. No quería seguir posponiéndolo y era cierto que la extrañaba. Extrañaba a esa chef sonriente que algún día llenaba la casa con olor a comida y alegría. Me levanté con esa determinación que da el cariño cuando duele y comencé alistarme, caminé hacia la salida.

Salí de la casa y Amelia fue detrás de mí. No la había notado porque los nervios me envolvían hasta hacerme torpe. Me había olvidado las llaves del auto de la señora Lucy. Amelia me las entregó y me abrazó fuerte. —Todo irá bien —susurró.

Encendí el vehículo y manejé hacia la casa de mamá. Sentía que volvía al lugar donde me rompí. El camino se me hizo corto. A medida que me acercaba, noté que no había pasado por allí en semanas y, aun así, todo seguía igual. La fachada intacta y silenciosa, el pequeño jardín con macetas vacías, y el garaje con el mismo óxido de siempre, como si el tiempo hubiera decidido detenerse justo cuando me fui.

Estacioné. Bajé y caminé hacia las escaleras. Antes de subir, respiré profundo. Tenía el corazón latiendo con una fuerza que casi podía oírse. Toqué el timbre y las manos se me congelaron, oprimía cada uno de mis dedos hasta que la puerta se abrió de inmediato.

Me encontré con la mirada desorientada de mi madre. Me observó y luego simplemente se dio la vuelta sin decir nada. Dejó la puerta abierta para que pasara. El olor de mi antiguo hogar me golpeó al cruzar, cerré la puerta detrás de mí y avancé hasta la cocina.

Estaba de espaldas, rígida, como si el solo hecho de tenerme cerca la tensara.

—Viniste —murmuró sin emoción.

Me quedé de pie, esperando que se diera la vuelta.

—¿Qué haces aquí? —preguntó sin suavidad.

Respiré hondo.
—No vine a discutir mamá. Solo quiero hablar o, si no puedes, al menos quiero que me escuches.

No dijo nada.
—No sé cómo hacerlo —apoyó las manos en la mesa y por un instante tuve la sensación de que la herida entre nosotras podía empezar a cerrarse. Me acerqué despacio, queriendo abrazarla de espaldas, tocarle las manos, recordarle que todavía había tiempo para nosotras. Pero levantó la mano antes de que pudiera tocarla.

—No te acerques. No puedo aún. No.. no estoy lista.

Ese rechazo me abrió una grieta nueva y profunda. El silencio se volvió insoportable.

—No puedo con todo esto sola —susurré—. Siento que no me alcanza la fuerza si no te tengo… por favor, te extraño…
Ella no respondió ni se giró para mirarme. Se quedó fija mirando la calle por la ventana que tiene en frente a ella, como si yo fuera un ruido molesto que prefería ignorar.

Me di la vuelta conteniendo el dolor que se me acumulaba en el pecho. Quise preguntarle por qué era tan injusta conmigo. Por qué seguía culpándome. Sabía cuánto amaba a Tadeo y también ella sabía cuánto me dolía perderlo, pero ni así parecía importarle.

Subí las escaleras sin mirar atrás, llego a mi habitación y la puerta estaba cerrada. Al abrirla todo seguía igual que el día que me fui. Las fotos, los libros, y sobre la cama la chaqueta que Tadeo me regaló. Me acerqué, la tomé con cuidado y respiré hondo para no derrumbarme. Era como si el tiempo hubiera detenido cada objeto justo donde lo dejé.

Comencé a juntar las pocas cosas que me importaba con calma. no quería dejar rastro de lo que fui allí. Sentía que si seguía aferrada a este lugar me iba a terminar perdiendo. Revisé una última vez y me detuve frente al espejo. Me vi distinta. Más adulta. Más cansada. Pero seguía de pie.




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