PREFACIO
Nos besábamos con pasión a la luz plateada de la luna que daba de lleno en el balcón de su apartamento, mientras, desde la sala, nos llegaban los sonidos de placer de las dos parejas que, evidentemente, estaban logrando el orgasmo y, sin miramientos, nos lo hacían saber a todos los que tuviéramos los oídos al alcance de sus gemidos.
El beso había comenzado tímido pero fue cobrando intensidad.
En medio de la nebulosa que se había apoderado de mi mente, una pequeña chispa de lucidez luchaba por advertirme que, tal vez, debía detenerme en ese momento, que quizás ese beso había nacido sólo por influencia del desenfreno alocado de nuestros amigos, que había despertado nuestro instinto animal, y no era más que eso.
Hacía meses que deseaba que este hombre me besara, realmente lo había estado deseando con ansias, pero la situación que se estaba dando no me convencía; yo deseaba que también él quisiera besarme a mí, no que eligiera a la única chica sin pareja de la noche porque no había otra.
La claridad y la dureza de esa idea me dieron la fuerza que necesitaba para separarme de su boca, respirar hondo, mirar por última vez el reflejo plateado de la luna sobre el río Hudson, y salir por fin de su apartamento en busca del frío y la soledad de la calle.