Capítulo 3: Noche ardiente
A los cinco minutos de iniciada la película porno, Sophie se levantó y apagó la luz. Cuando regresó al sofá se sentó a horcajadas sobre David, se quitó la camiseta e inició su juego sexual con su novio.
De repente se había hecho el silencio y sólo se escuchaban los besos y los quejidos de ambos, con el sonido de la película de fondo.
Yo traté de encogerme en el sillón donde me encontraba, en un intento inútil por desaparecer de la escena.
De pronto vi que, del otro lado de la mesita de la sala, en el sillón opuesto al mío, Sussy extendía su mano hacia Jimmy y comenzaba su propio juego acariciando las zonas íntimas de nuestro amigo. En ese momento él me lanzó una mirada indescifrable, y acto seguido cerró los ojos, entregado al placer, justo cuando Sussy se montaba sobre él.
Por el rabillo del ojo pude ver que Steve, sentado aún en el suelo junto a mi sillón, bajaba la cabeza. Entonces me levanté en silencio, tratando de no ser vista ni oída, y salí al balcón.
El aire de la noche estaba fresco y ayudaba a despejar las ideas. La vista majestuosa del río Hudson, con el reflejo plateado de la luna llena, terminó de calmar las hormonas alteradas por la situación que, dentro de la sala, se seguía desarrollando.
—Aquí estás.
La voz a la que me había hecho adicta sonó detrás de mí.
Me volteé y le sonreí.
—Tienes una vista imponente desde aquí.
—Sí, la vista es excelente.
Me tendió una botella.
—¿Una cerveza?
—No gracias, ya tomé suficiente.
—En realidad no tomas ¿verdad?
—Me descubriste.
—Sí. Pero no tienes por qué sentirte obligada.
—Es que no me gusta explicar por qué hago o dejo de hacer tal o cual cosa.
Otra vez esa sonrisa. Debería sancionarse una ley que le prohibiera sonreír.
—Eres diferente.
—Todos somos diferentes. Cada uno de nosotros es un ser único -le dije tratando de restar importancia a ese comentario suyo que sonaba a coqueteo.
—Eso lo sé, pero… ¿por qué te veo diferente entonces?
No respondí. No quería continuar con esa conversación. No en una noche como esa, en que las hormonas de todos habían enloquecido.
De pronto sentí su mirada fija en mi perfil, y me volteé a mirarlo.
¡Grave error! Quedé atrapada. Sus ojos azules no me permitieron soltarlos, y su rostro se fue acercando cada vez más al mío hasta quedar a escasos centímetros, sin decidirse a consumar el beso.
Entonces yo recorrí la distancia que nos separaba para probar la miel y el fuego, y lo besé.
* * *
Nos besábamos con pasión desbordada en el balcón de su apartamento, mientras, desde la sala, nos llegaban los sonidos de placer de las dos parejas que, aunque no llevara la cuenta, estaban logrando quizás el tercer orgasmo y, sin miramientos, nos lo hacían saber a todos los que tuviéramos los oídos al alcance de sus gemidos.
El beso había comenzado tímido pero fue cobrando intensidad. También las manos, que habían comenzado su recorrido inseguras, adquirieron confianza por la urgencia.
En medio de la nebulosa que se había apoderado otra vez de mi mente, una pequeña chispa de lucidez luchaba por advertirme que, tal vez, sólo tal vez, debía detenerme en ese momento, que quizás ese beso había nacido sólo por influencia del desenfreno alocado de nuestros amigos, que había despertado nuestro instinto animal, y no era más que eso.
Aunque yo sentía que podría haber más.
Hacía tiempo que deseaba que este hombre me besara, realmente lo había estado deseando durante los últimos tres meses, pero la situación que se estaba dando no era la que esperaba; yo deseaba que también él quisiera besarme, y no que eligiera a la única chica sin pareja de la noche porque no había otra.
La claridad y la dureza de esa idea me dieron la fuerza que necesitaba para separarme de su boca, respirar hondo, mirar por última vez el reflejo plateado de la luna sobre el río Hudson, para tomar el coraje de salir por fin de su apartamento en busca del frío y la soledad de la calle.
Pero no iba a ser tan sencillo.
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