Hasta que la Vida nos Reúna

Capítulo 4

Capítulo 4: El primero

Me alcanzó en el ascensor.

—Te llevo -me dijo serio.

Yo no respondí. Sólo pensé que hacía aguas la idea del frío y la soledad de la calle para calmar ese fuego que todavía no me había abandonado.

Involuntariamente miré su pecho y percibí que él también respiraba agitado, por lo que bajé la cabeza y fijé la vista en la punta de mis pies, hasta llegar a la planta baja.

—Aguarda, traeré el coche -me dijo una vez que llegamos a la acera.

El viaje hasta mi departamento lo hicimos en silencio, sólo le indiqué la dirección y luego permanecimos callados hasta llegar.

—Gracias -dije quedo antes de descender.

—Discúlpame, Hanna. No quise sobrepasarme contigo.

—No te culpes, yo también hice mi parte. Olvídalo.

Steve no replicó. Entonces descendí del coche.

Él descendió también y me acompañó hasta la puerta.

Cuando volteé para despedirme, la mirada profunda de sus ojos azules me desarmó. La tensión sexual se percibía en el aire. Mi mente, habitualmente clara y analítica, se sumió, otra vez en una misma noche, en una nebulosa de confusión que me impedía razonar con cordura.

—¿Quieres… que nos veamos mañana? -dijo él en un susurro, con evidente esfuerzo por respirar.

—Sí -respondí tontamente.

Y apresuradamente entré al edificio y cerré tras de mí.

Me quedé allí, con la espalda pegada a la puerta y los ojos cerrados, haciendo yo también un esfuerzo enorme para lograr que el aire entrara a mis pulmones.

No supe cuánto tiempo pasó, si fueron segundos, minutos u horas, pero en un instante de lucidez recordé mi propósito y tomé la decisión de abrir la puerta.

Había llegado el momento.

Allí seguía él, de pie, serio, esperando. Los músculos de su pecho, visibles a través de su camisa semiabierta, se movían al ritmo de su respiración entrecortada, y la mirada de sus ojos azules me atravesaban como dagas ardientes, que, lejos de inspirarme temor, avivaban mi llama, sin retorno.

Me giré y comencé a subir las escaleras, dejando la puerta abierta para que él me siguiera… Y así lo hizo.

Cuando entramos a mi departamento, liberamos la pasión contenida y retomamos ese beso intenso que habíamos dejado trunco, y que ambos esperábamos con ansias continuar.

—Dime si debo detenerme -dijo él en un susurro.

—Sí… detente… -le respondí también en un susurro.

Cuando él soltó el abrazo, tomé aire con dificultad y aguardé unos segundos. Tal vez lo que iba a decirle iba a arruinar la noche, pero debía hacerlo.

—Debo ser honesta contigo, Steve.

Él aguardó con gesto preocupado.

—Soy virgen.

—¿Eres…?

No pudo terminar la pregunta, pero la expresión de su rostro fue de absoluta incredulidad y llena de interrogantes.

—Lo soy. Tengo cero experiencia en relaciones sexuales. Podría… arruinar tus expectativas.

Él guardó silencio unos segundos. Luego preguntó en un susurro:

—¿Deseas hacerlo?

—Con el alma.

—Seré cuidadoso -dijo quedo mientras me abrazaba nuevamente y continuaba recorriendo mi espalda con sus manos fuertes, y mi cuello con su boca húmeda.

Esta vez sus besos fueron infinitamente más tiernos aunque no por eso menos intensos.

Pero de pronto se detuvieron.

—Entonces no debes tener condones.

Negué con la cabeza.

De repente, sin decir palabra, me liberó del abrazo y salió del departamento. La brusquedad de su acción me dejó desconcertada, no alcanzaba a comprender cómo podía haberse marchado de esa forma sin ninguna explicación.

Si había cambiado de idea y no quería hacerlo con una inexperta, y encima con el riesgo de embarazarla -con todas las consecuencias que eso implicaría-, estaba en su derecho, pero podría haber sido honesto conmigo como lo fui con él, o haberse despedido.

Aún no me recuperaba de ese estado de confusión, cuando sonó el timbre del portero. Acudí a atender dubitativa.

—Estoy de regreso -sonó la voz ronca de Steve a través del aparato.

Presioné el botón y a los dos minutos él golpeaba mi puerta.

—Había visto una farmacia en la otra cuadra -me dijo, mostrándome la caja de condones que acaba de comprar y con esa sonrisa perfecta que nunca dejaba de quitarme el aliento.

Entonces tomé su mano y, dispuesta a no permitir que ningún otro evento nos interrumpiera, lo conduje a mi cuarto.

Una vez allí, lo dejé hacer. Lo dejé quitarme suavemente la ropa; lo dejé recorrer mi piel con sus dedos de fuego; lo dejé recorrer con su boca húmeda todo mi cuerpo, lo dejé entrar en mí una y otra y otra vez… y cuando por fin explotamos en éxtasis, lo dejé permanecer sobre mí sólo para sentir su peso, tratando de eternizar esa única primera vez con el hombre que había esperado toda mi vida y que había anclado en mi corazón desde hacía algún tiempo.




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