Capítulo 5: El único
Desperté en la noche sin noción de la hora, y permanecí con los ojos cerrados sólo para disfrutar la dulce sensación de sentir su respiración a mi lado y oler su perfume flotando en el aire de mi cuarto.
El recuerdo de la reciente experiencia, mi primera, me hizo sonreír. Fue perfecta. Agradecí infinitamente haber esperado por él, y agradecí a todas las mujeres con las que hizo el amor antes de mí, por haberlo convertido en el amante experimentado y perfecto que era: considerado, tierno y ardiente.
Al cabo de algunos minutos abrí los ojos y volteé hacia él. La luz de la luna que entraba a raudales al cuarto me regaló la mirada de unos ojos azules enmarcados en un rostro perfecto, tal como si un dios griego hubiera entrado furtivamente en medio de la noche y yaciera a mi lado contemplándome con gesto de placer absoluto.
—Despertaste -dijo en voz baja e íntima, apenas audible.
—Sí -le respondí con una sonrisa adormilada.
—¿Puedo preguntarte algo?
—Claro.
—¿Por qué?... ¿Y por qué yo?
—¿Aún no lo has adivinado?
Él aguardó sin responder, negando con la cabeza.
—Porque desde muy joven decidí que mi primera vez sería con alguien que me importe. Y tú me importas. En realidad me enamoré de ti el día que te conocí. Y no importa si tú no, porque de todos modos lo hiciste perfecto.
Él deslizó sus dedos y entrelazó los míos, que yacían relajados al costado de mi cuerpo que, aparentemente, él había cubierto con la sábana mientras dormía.
—¿Fue amor a primera vista?
—No, en realidad fue amor a segunda vista. No me impactaron tus hermosos ojos azules ni la perfección de tu rostro, ni siquiera tus músculos que se adivinaban bajo tu camiseta. Todo lo contrario. En ese momento pensé “demasiado perfecto…, además rubios guapos abundan en Nueva York”.
Él rió quedo.
—Fue más tarde, en el transcurso de la noche, cuando te fui conociendo.
Cerré los ojos y sonreí, recordando aquella noche.
—Te mostraste tan fino y educado, tan sensible y gentil... Recuerdo que pensé: “Éste hombre es de los que hacen que una chica se sienta valiosa, y no un pedazo de carne como objeto sexual”
Él presionó aún más mis dedos.
—Al terminar la noche, yo ya me había perdido. Entonces decidí que serías tú. El único hombre con el que deseaba estar. O ninguno.
Volví a mirarlo para perderme una vez más en el azul de sus ojos.
—¿Sabes que al día siguiente rechacé una entrevista de trabajo en Arizona?
—¡Qué a tiempo nos encontramos! -dijo envolviéndome en un abrazo y besándome con intensidad, apartándose de mi boca sólo para agregar entre cada beso:
—¡Yo esperé tanto por esto!... Durante… los últimos… tres meses…, te seguía… furtivamente… con la mirada… y te creía… indiferente… Eras… la… única chica… que no… se me regalaba…, y empezaste… a volverme loco… Hasta anoche…, en que… respondiste… a mi beso… Entonces… tuve esperanza.
Esa revelación fue para mí otra forma de éxtasis. No esperaba tanto de ese hombre perfecto que me tenía atrapada desde hacía tiempo. Entonces me quité la sábana que me cubría para volver a sentirlo completo, en toda su extensión, en toda su virilidad; para sentir su piel quemarme nuevamente; para volver a sentir la conexión profunda con su cuerpo y con su alma, y volver a llegar juntos al éxtasis porque lo deseábamos, y porque después de tanto tiempo lo merecíamos…
Y así nos encontró el sol del domingo, exhaustos y desnudos, felices en mi lecho, sin voluntad de abandonarlo para que no se acabara la magia…
* * *
Más tarde, cuando despertamos, tomamos una ducha y salimos a caminar. Llegamos al Jardín Botánico y lo recorrimos tomados de la mano como adolescentes enamorados. Nos besamos entre los cerezos, las hayas, los rosales, no quedó un lugar de nuestro recorrido que no hubiera sido sellado con un beso intenso y un abrazo de fuego.
Cuando llegamos a la terraza, tomamos un almuerzo ligero y decidimos regresar. Fue entonces cuando dijo:
—¿Qué opinas si… vamos a mi apartamento…?
Lo miré aguardando que continuara. Este hombre, normalmente seguro de sí, estaba titubeando.
—...podría… traer un poco de ropa y quedarme contigo…
Detuve la caminata y lo miré sorprendida. ¡Pretendía mudarse conmigo?! Todo se estaba dando con una celeridad que daba vértigo, sin embargo, lejos de quejarme, decidí disfrutar cada segundo de esta nueva experiencia mientras durara.
A mis veintisiete años, yo ya sabía que nada era eterno -de hecho, había perdido a mi madre cuando era niña y a mi padre en mi adolescencia-, pero también sabía que a las cosas buenas de la vida hay que atesorarlas cuando llegan, y vivirlas con intensidad mientras duren.
Steve había entrado en mi vida con el ímpetu de un huracán y la había sacudido desde los cimientos. Empezaba una nueva vida, tan nueva como excitante, y ese renacimiento me estaba confirmando que la felicidad absoluta sí existía, que había valido la pena esperar por el hombre indicado, ese que te sacude las fibras más íntimas, ese que es único en el universo y que es justo para ti.