Capítulo 22: Celos
Me levanté inmediatamente del sillón y busqué a Emma.
—Debemos irnos, hija.
—¿No podemos quedarnos un rato más, mami?
—Volverás otro día, ¿sí? Papá Steve está ocupado ahora.
Tomé mi bolso y la mano de mi hija, y nos dirigimos a la puerta.
—No se vayan todavía -suplicó Steve con evidente angustia.
—Ustedes necesitan hablar -le dije con una sonrisa relajada-. Otro día nos vemos.
Sólo yo sabía el enorme esfuerzo que me había costado sonreír como si no me importara la noticia, como si no tuviera nada que ver conmigo.
En realidad tenía que ver con todos nosotros.
Un nuevo hijo con otra mujer siempre había sido una posibilidad, pero también mi temor. Nunca había querido para Emma una seudo-familia disfuncional tomada de los pelos, pero parecía que el destino tenía otros planes.
Por otra parte, mis esperanzas de volver a tener una relación con él morían antes de nacer, aunque lo siguiera amando con locura.
Sin embargo, en los últimos años, la vida me había obligado a enfrentar retos para los que no sabía si estaba preparada, y los había superado. Éste sería uno más.
Debía aprender a apartarme sin apartar a mi hija de su padre. Sabía que sería difícil, pero no tenía por qué ser imposible.
Entretanto llegamos a casa, preparé la cena, y cuando Emma se durmió, me serví una copa de vino y salí al patio. Me senté en la hamaca colgante, en penumbras, con sólo el resplandor que llegaba de las luces de la calle, a mirar las estrellas y analizar lo que sentía.
Después de algunas deliberaciones, ni siquiera tantas, tuve que reconocer que era un fuerte y rotundo sentimiento de celos. Jamás pensé que llegaría a experimentar ese sentimiento, pero ahí estaba, carcomiendo mis entrañas. Era humana después de todo.
También tenía que reconocer que no tenía ninguna lógica. No se puede perder lo que no se tiene. Ella no me estaba robando nada, porque lo que temía perder no era mío.
Sin embargo, sentía que ¡no era justo! Ella lo había tenido a él durante ¡cuatro años! Yo apenas una semana. Era cierto que sonaba más lógico que ella se embarazara tras cuatro años de hacer el amor a diario, y no yo en tan poco tiempo. Sin embargo las dos habíamos terminado de la misma manera, sólo que ella tendría la ventaja de que él la acompañaría desde el principio.
Esa idea me produjo tal dolor visceral, que me dio la confirmación de que me estaba sintiendo terriblemente celosa.
Cuando se iluminó la pantalla de mi celular, sin abrir el Whatsapp pude ver que era un mensaje de Steve.
—¿Duermes?
No quería responder, así que no lo abrí.
—¡Cuánto lo siento! Siempre me las arreglo para arruinar todo. Pero me gustaría que hablemos.
Me tomé un tiempo mirando el mensaje. A él le “gustaría”, pero ¿qué me gustaría a mí?
Suspiré y lo llamé.
—No sé qué pasó conmigo. Arruiné mi vida y la vida de los que amo. En qué momento me perdí, no lo sé -dijo apenas atendió la llamada.
—A veces nos perdemos, pero debemos volver a encontrar el camino, por los que uno ama ¿entiendes? Es una obligación, se lo debemos. Y nadie te puede ayudar con eso.
—Tú sabes que siempre me cuidé. Siempre odié a esos hombres que reparten hijos por el mundo, y tal parece que me he convertido en uno de ellos.
—¿Tal parece? -pregunté con ironía, dolida por lo que consideraba tremenda traición a mis sentimientos.
—Lo siento Hanna. El peor error que cometí en mi vida fue haber dudado de ti. A partir de ahí yo mismo desaté una cadena de errores que sólo me provocaron dolor.
—No sólo a ti -le dije con angustia.
—Es cierto. Primero tú afrontaste sola lo que deberíamos haber afrontado juntos. Luego Emma creció sin padre.
—Y ahora Amber está sola. Aunque te tiene cerca y tú debes acompañarla en el proceso.
Guardamos silencio por un rato, perdidos cada uno en nuestros pensamientos.
Al cabo preguntó:
—¿Dónde estás?
—En el patio, en la hamaca, con una copa de vino. Disfrutando la paz de la noche… ¿Tú?
—En el balcón, con una copa de vino, sin tanta paz.
Hizo otra pausa.
—¿Crees que podremos tener otra oportunidad tú y yo?
—No lo creo -le respondí esperando que no se notara la profundidad de mi tristeza.
Otra vez guardamos un prolongado silencio.
—Descansa, Hanna. ¿Tomaste el medicamento?
Su voz sonó más apagada aún que antes.
—Aún no.
—Tómalo. Cuídate por favor.
—Sí. Descansa tú también.
Finalicé la llamada. Permanecí un tiempo más en el patio, hasta que decidí tomar el relajante e irme a la cama.