Capítulo 28: Tarde de jardín
Pasaron unos meses en que dejé de ver a mis amigos en nuestras habituales reuniones de fines de semana. Se me hizo costumbre inventar excusas para que ellos tuvieran su tiempo a solas y, con suerte, pudieran fortalecer una relación que ambos se merecían.
Emma y yo los extrañábamos mucho. Mi niña solía preguntarme cuándo vendrían sus tíos, y entonces yo la ponía unos minutos al teléfono, generalmente en videollamada, para hablar con Sussy o con Jimmy, según la ocasión.
Por suerte ella tenía todos los miércoles la visita de su papá.
Con él hablaba de lo que hacía en la guardería, de sus amiguitos, o de lo que había hablado con sus tíos. Él le leía cuentos o juntos armaban rompecabezas. A veces la hamacaba en el patio o la acompañaba a andar en bicicleta.
Cuando él venía yo inventaba alguna tarea de la casa para ausentarme y dejarlos solos.
¿Las razones? No quería estar mucho tiempo cerca de Steve y ya confiaba plenamente en sus cuidados para con Emma.
Dorothy ya había regresado a Londres -no sin antes visitar a su nieta casi todas las tardes durante una semana-, a la espera de que su hijo le consiguiera pronto un departamento para venir a instalarse en Nueva York.
El último miércoles de septiembre elegí ocuparme del jardín. Como ya habíamos entrado en otoño, necesitaba preparar las plantas para el invierno y eso me daba la excusa perfecta para mantenerme alejada.
Cuando Emma y Steve se instalaron en el cuarto con el juego didáctico para aprender las estaciones, que él acababa de traerle de regalo, yo me recogí el pelo en una coleta, me fui al patio y me puse manos a la obra.
Saqué del armario los guantes, las bolsas de fertilizante y mantillo orgánico y comencé con los geranios. Apenas comenzaba a limpiar de hierbas el cantero, aparecieron los dos tomados de la mano.
—Venimos a ayudar -dijo Steve con una sonrisa cálida.
—No tengo guantes para ustedes -respondí con la esperanza de que volvieran por donde vinieron.
La verdad era que cuando me sonreía de esa manera, y me hablaba con su voz ronca y su tono suave e íntimo, fisuraba mis barreras y comenzaba a sentirme vulnerable, por eso prefería que se mantuviera alejado.
—Mi juego tajo guantes -dijo Emma mostrándome orgullosa los pequeños guantes que tenía en la mano.
—Y yo no los necesito -agregó Steve.
—Algunas hierbas lastiman las manos.
—No hay problema -insistió.
Me vi obligada a resignarme y aceptar la ayuda.
Le coloqué los guantes a Emma y le indiqué cómo sacar las hierbas de los geranios.
—¿Ves estos yuyitos largos? Los tomas así y los sacas.
Ella asintió con la cabeza.
—Tú puedes hacer lo mismo en el jazmín estrella mientras yo me ocupo de la lavanda. Luego debemos agregarles fertilizante y cubrir la tierra con la corteza de árbol.
Pensé que pronto se arrepentirían de la tarea pero hicieron todo con entusiasmo. A Emma le gustaba pasar tiempo conmigo y que hagamos tareas juntas, pero cuando venía Steve yo prefería que se entretuviera con él.
Nos mantuvimos ocupados y yo traté de conversar lo menos posible, salvo por las instrucciones que de vez en cuando debía darles.
Me dolió ver la ropa de Steve ensuciarse con la tarea. Tenía un pantalón deportivo gris claro que se manchó apenas se arrodilló en el suelo, y una camiseta de mangas largas del mismo color, que por ser de algodón marcaba a la perfección los músculos de su espalda ancha, que me ofrecía la mejor de las vistas desde donde yo me hallaba.
Cuando terminamos la tarea Steve me ayudó a instalar los soportes para colocar más adelante la tela térmica que protegería las plantas de las nevadas que se avecinaban.
—¿Pensabas hacer esto sola?
—Claro. Siempre lo hago.
Me miró sin decir nada.
—Mami, se ensuciaron mis guantes -dijo Emma haciendo un mohín.
—No te preocupes, mi cielo. Mami los lavará enseguida y los tendrás como nuevos mañana.
Tomé los guantes que me tendió Emma y los aparté para lavar luego, y le dije a Steve que podía lavarse en la pileta bacha del patio mientras yo buscaba adentro una toalla limpia.
Cuando regresé y le tendí la toalla vi sus manos.
—¡Ay por dios Steve! ¡Tus manos!
Tenía las palmas surcadas por numerosos cortes, inclusive con algunos sangrantes.
—No es nada. Había hierbas filosas y además no estaba acostumbrado -dijo riendo.
—No es para reír -le dije severa-. Vuelve a lavarte con abundante jabón y te secas con esta toalla limpia. Vamos, Emma -le dije a mi hija-, te lavo en el baño.
Cuando regresé, Steve no se había secado las manos ya que uno de sus cortes aún sangraba.
—No quería manchar la toalla.
Tomé la toalla y lo sequé yo.
Una a una abandonó sus manos en las mías mientras yo lo secaba con absoluto cuidado porque debía doler…