Capítulo 29: Sentimientos vivos
Steve
Estaba sentado en el sofá y Hanna, arrodillada frente a mí, aplicaba en mis manos, con una suavidad exquisita, una solución desinfectante. Elegí creer que usaba la curación como excusa para acariciarme; al menos ese pensamiento me daba esperanzas y me hacía inmensamente feliz.
Hacía un rato, en el patio, habíamos tenido “nuestro momento”. Un “momento” con una intensidad descollante, como antes, como cuando al más mínimo roce se encendía la pasión y nos entregábamos a ella sin freno. Aunque ahora yo no podía dejarme llevar hasta que ella me perdonara por mi estupidez -si es que alguna vez podía hacerlo-, eso no quitaba la fuerte excitación que despertaba en mí su contacto.
Y además estaba Emma; había que cuidarse.
Cuando mi niña vio lo que hacía su mamá, quiso sumarse a la tarea de enfermería y se ocupó de mi mano derecha.
Me sentía dichoso, aunque con un exceso de atención que no creía merecer.
Las dos mujeres de mi vida estaban junto a mí, cuidándome, dándome todo su amor como si yo lo mereciera. Sólo podía pedirle al universo que este instante se hiciera eterno.
Hanna levantó su mirada para encontrarse con mis ojos. ¡Por dios! ¡Cuánto la amaba! Ella era todo lo bueno que me había pasado en esta vida, y yo la había dejado ir.
Volvió a bajar la mirada y soltó mi mano con un último roce.
—Mami, ¿taigo el pósito?
Ella era el milagro de nuestro amor… amable y tierna como su madre.
Pero… ¿Qué sería el pósito?
Miré a Hanna interrogativamente.
—Son los apósitos cicatrizantes -me explicó con una sonrisa-. No, hija -agregó dirigiéndose a Emma-, dejaremos que las heridas tomen aire y antes de comer se los colocas.
—Está bien… Y tú -agregó dirigiéndose a mí y señalándome con su pequeño dedo índice- pótate bien y no toques nada.
La miré con amor. No podía ser más perfecta.
Hanna se dirigió a la cocina dispuesta a preparar la cena. Me levanté y fui tras ella.
—Te ayudo.
—De ninguna manera -dijo ella-. “No toques nada” ¿recuerdas? -agregó riendo.
Hizo una pausa mientras buscaba unos filetes marinados en el refrigerador.
—Por cierto, quería decirte que puedes venir a visitar a Emma los días que quieras, no solamente los miércoles.
—¿Ya confías en mí?
—Sí, te lo ganaste. Además, ella estaba acostumbrada a una familia un poquito más grande, extraña a Sussy y a Jimmy y, por otra parte, le hace bien tu compañía.
No debía preguntar pero quería, entonces me arriesgué.
—¿Sólo a Emma?
Ella sólo me miró.
—Ve con ella -me dijo, sin responder a mi pregunta.
* * *
Después de que Emma terminara de simular que me leía un cuento, le pregunté si quería colocarme los apósitos así ayudábamos a mamá a tender la mesa.
Me daba cuenta de que Hanna me evitaba todo lo que podía y trataba de ocuparse en cualquier actividad en solitario cuando yo visitaba a nuestra hija, aunque ese día en particular había sentido un acercamiento. Pero si no hubiera sido así, deseaba ser gentil con ella y ayudarla en lo que pudiera, ya que por tantos años había hecho todo sola.
Cuando fuimos a la cocina ella estaba terminando de cocinar, por lo que llegamos a tiempo para la tarea.
—¿Qué haces?! -me dijo en tono de reto.
Sólo levanté mis manos mostrándole los apósitos, lo que me permitió empezar a tender la mesa y distribuir los platos.
Después de cenar Emma se durmió en mis brazos.
—La cena estaba riquísima.
—Gracias -me respondió con esa dulzura tan propia de ella cuando tiene la guardia baja.
—Gracias a ti… por permitirme ser parte de un día de sus vidas. Sé que es más de lo que merezco, por eso valoro tanto que lo hagas.
Emma se removió en mis brazos, tratando de acomodarse.
—Deberías llevarla a la cama.
La llevé a su cuarto y la acosté con sumo cuidado, y luego de que Hanna la arropara con el edredón, la besé en la frente.
Antes de salir del cuarto me volví para mirarla. Esa niña era un sol, era mi vida, y estaba agradecido a la misma vida por tenerla.
Cuando llegué a la sala, Hanna me ofreció una copa de vino, y nos sentamos afuera, en los sillones de mimbre, a compartirla antes de que me fuera.
En realidad no deseaba irme, pero sabía que debía hacerlo sin protestar.
—¿Te duele?
Por un momento no comprendí, hasta que recordé mis manos.
—No, estos “pósitos” son mágicos -dije riendo.
Ella también rió. ¡Qué hermosa era su risa! Debería reír siempre, y ser siempre feliz. Lo merecía.