Capítulo 33: Noche de cita
El restaurante era espléndido. Ubicado junto al East River y decorado con arreglos florales y música de piano en vivo, el ambiente era magnífico y la vista de la ciudad era impresionante. Todo en él irradiaba romance.
Steve me había avisado el lunes que el restaurante que había reservado era elegante, por lo que tuve algunos días para comprar la ropa que lucía esta noche -un pantalón sastrero con chaqueta en color hueso-, ya que en mi guardarropa sólo tenía ropa casual.
Él estaba guapísimo, con un traje gris claro y camisa negra que resaltaba su piel blanquísima, el azul de sus ojos y el rubio claro de su pelo. Se veía tan perfecto que parecía haber bajado del Olimpo sólo para cenar conmigo y se marcharía a la salida del sol.
El menú era exquisito, digno de las estrellas Michelín que ostentaba el restaurante. La música de jazz ejecutada en el piano nos envolvía en su magia.
—¿Te gusta? -me preguntó con expresión de satisfacción absoluta.
—Todo es perfecto: el ambiente, la comida, la música... ¿No crees haber exagerado?
—Sólo es un poco de lo que mereces. Si pudiera, te daría el mundo.
No le respondí. Si pensaba que con todo esto iba a perdonarlo, iba por buen camino. Aunque en realidad hacía tiempo que lo había perdonado. Mis miedos se originaban en la cercanía de esa mujer y en su poder para manipular la gentileza de Steve, sin embargo parecía que él por fin ya lo tenía resuelto.
Sacudí la cabeza para despejar esos pensamientos sombríos. Me concentraría en disfrutar de esa noche: mi primera cita con mi dios griego.
—No pienses en cosas tristes -me dijo él como si hubiera leído mis pensamientos-. Disfruta esta noche que es toda tuya. Tú eres la estrella hoy. Olvida todo lo demás.
—Lo haré.
Su sonrisa de sol era un regalo para el alma.
—Cuéntame: ¿tu flor favorita sigue siendo el lirio azul?
—Sí, claro, es el lirio de…
—...de la fidelidad, de la confianza sin límites, del equilibrio en la relación -completó él.
—¿Cómo lo recuerdas? -le pregunté sonriendo complacida.
—Recuerdo todo de ti.
Su mirada intensa me turbó. Sentí el rubor en mis mejillas al imaginar qué otras cosas podría recordar de mí.
—Sí, también eso. En todos los años que viví lejos de ti, recordé cada detalle, cada día… -hizo una pausa- Pero me refería a tu música favorita, a tu color favorito, a tu comida favorita… -agregó con una sonrisa seductora.
Su comentario me turbó y tuve dificultad para recuperar mi claridad mental.
—¿Aún son tus favoritos Ed Sheeran y Adele?
—Sí, claro.
—Eso me da esperanzas. Tienes debilidad por los ingleses.
—La tengo -respondí por lo bajo, como para mí.
Claro que él escuchó porque sonrió complacido.
—Yo también recuerdo todo de ti. Te gusta la lasagna de pollo, el vino tinto italiano…Te encanta la música country americana.
—Especialmente Arizona 's calling -agregó con una sonrisa sugerente.
—Y desde que nació Emma, ya no pude olvidarte. Mirarla era como mirarte. Tiene tus ojos, y un gran parecido a ti, incluso en el carácter.
Podría haber agregado que parecía una diosa griega, la versión femenina de él. Pero lo consideré demasiado.
—Tiene tu pelo y tus pecas -agregó él.
Asentí con una sonrisa. La sola mención de Emma siempre me llenaba de ternura, y percibía que a él también.
Él trató de volver la conversación hacia mí y me preguntó por mi familia de Arizona.
—Me gustaría conocer a tu hermano, para descubrir un poco más de ti, aunque supongo que no debo ser su persona favorita.
—No creas. Hablamos a menudo y le conté de ti: que habías regresado, que te estabas acercando a Emma…
Tampoco agregué en ese momento que le había dicho a Richard que seguía perdidamente enamorada de él y que se me hacía difícil mantener mi compostura cuando estaba cerca.
A la hora del postre consultó su reloj, hecho que me dejó intrigada. Sin embargo no pregunté.
Alrededor de las veintiuna me preguntó con una sonrisa.
—¿Quieres que nos vayamos?
Habíamos venido a las veinte, por lo que consideré que tenía lógica que nos fuéramos.
Cuando asentí, Steve llamó al camarero, pagó y nos retiramos.
Caminamos hacia el aparcamiento del restaurante, pero, en lugar de entrar, él pasó de largo.
—Es aquí -le dije tomándolo por un brazo.
—Media cuadra más, por favor.
Caminamos algunos metros y nos detuvimos en un puesto de flores. Mientras yo esperaba en la acera, Steve se acercó a la florista, le habló por lo bajo y le pagó. Ella trajo del fondo un ramo que tenía preparado y se lo entregó.