Hasta que la Vida nos Reúna

Capítulo 35

Capítulo 35: Otra vez

—El señor Miller -me susurró cuando miró su móvil.

Se calzó rápidamente el pantalón y atendió la llamada mientras se colocaba la camiseta.

En ese momento despertó Emma, por lo que me puse la bata y me levanté a atenderla.

Al cabo de pocos minutos Steve se presentó en la cocina con el rostro desencajado y el móvil en la mano.

Lo miré tratando de dominar el pánico, aguardando que él hablara.

—Debo viajar a Barcelona. Mañana por la mañana.

Ahí estaba. Otra vez.

—¿Por cuánto tiempo?

—Una semana.

Toda una vida podía suceder en una semana. Bien lo sabíamos los dos.

—Ven conmigo.

La opción me sacudió un poco la angustia que de pronto me había asaltado. Sin embargo, no era tan sencillo.

—No puedo -le respondí con una sonrisa que pretendía ser relajada-. No puedo desaparecer así sin más de mi trabajo. Aparte, sólo será una semana, ¿cierto?

Él vino hacia mí y me envolvió con sus brazos.

—Cierto -dijo quedo.

Emma, que jamás había visto esa demostración de amor entre nosotros, se acercó y tiró de mi bata. Cuando la levanté en mis brazos Steve nos abrazó a ambas sin señal de querer soltarnos.

Ese día preparé lasagna de pollo, porque era su plato favorito, y abrimos el cabernet que él había traído el día anterior. Una comida especial para una despedida que no quería ser un adiós.

—¡Me encanta esta comida! -exclamó Emma golpeando sus manitos en un aplauso-. Gacias, mami.

Steve la miró con expresión de orgullo.

—¿Verdad que sí? Y a mamá le sale exquisita.

—Ya dejen de ponderarme y coman, que se enfría.

* * *

Ese domingo hicimos todo juntos, manteniendo, siempre que podíamos, el contacto físico como una necesidad anticipada por la ausencia. También Emma demandó su atención durante todo el día, como presintiendo cuánto extrañaría a su padre.

Cuando después de la cena, tomábamos una copa de vino en la sala, y Emma ya dormía en su cuarto, le pregunté:

—¿A qué hora es tu vuelo?

—A las diez. Estaría llegando a Barcelona a las diecisiete y treinta. Allá serían las once y treinta de la noche, por lo que empezaré a trabajar recién el martes.

—Avísame cuando llegues.

—Lo haré.

—¿Cuándo regresas?

—El otro martes o miércoles, probablemente. Tengo que asesorar al Gerente de Marketing de la nueva sucursal. Trazaré los lineamientos durante el vuelo para comenzar a trabajar lo antes posible y así podría desocuparme antes.

—Mantente en contacto, por favor.

—Te juro que lo haré -prometió mirándome con una profundidad arrolladora.

—¿Ella va?

—Voy solo.

Guardamos silencio. Siempre llegaba ella a todas nuestras conversaciones. Era una sombra persistente, al menos para mí.

Esa noche, cuando hicimos el amor, la pasión tenía un agregado: la desesperación y el miedo.

* * *

El lunes por la mañana, muy temprano, Steve se levantó, se despidió de Emma con un beso en la frente mientras ella dormía, y ya en la puerta, me envolvió en un abrazo infinito, me regaló el más dulce de los besos y la más tierna de las caricias, antes de marcharse en su coche. Debía ir a su apartamento, preparar su equipaje y llegar al aeropuerto antes de las diez.

Antes de que partiera ya había comenzado a echarlo de menos y cuando se marchó sentí un vacío en el pecho como si me faltara un pedazo de corazón, como si ese pedazo se hubiera marchado con él.

Todas las tardes me llamó antes de dormirse y hablábamos largo tiempo.

El sábado -ya casi una semana sin Steve- llevé a Emma al parque por la mañana y dejé el móvil cargando. Él nunca me llamaba a la mañana porque allá era de noche, por lo que me fui confiada.

Al regresar, cerca del mediodía, encontré en mi móvil treinta llamadas, todas de Steve. Y un mensaje por WhatsApp:

—No soy yo. Te juro que no soy yo.

¿A qué se refería?

Ciertamente tenía otro mensaje de un número que no tenía agendado, y que no habría abierto por precaución. Mas en ese momento sentí intriga.

Lo abrí. El mensaje contenía un video y un comentario: “Nuestro fin de semana”.

Lo reproduje. Era una escena de sexo violento, con audio, en el que se veía claramente el rostro de Amber en pleno gozo y un hombre rubio encima de ella, con el pelo un poco largo y desordenado, que también gemía.

Lo detuve inmediatamente para que Emma no lo escuche y lo solté sobre la mesa porque me quemaba la mano.

Debía reponerme pronto para que mi niña no se preocupara, pero se me presentaba difícil.




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