Hasta que las luces se apaguen

Mi amiga, la señora muerte

Llamé a una buena amiga, la señora muerte, la encargada del trabajo sucio. La llamé porque lo consideré necesario. Aun así, era ella la que tomaba la decisión final.

Tardó en llegar, pero llegó. Siempre venía cuando la llamaba.

—¿Tienes algo para mí, Franco?

—Claro, claro

Le pasé una botella de cerveza. Ella lo recibió con entusiasmo, tomó asiento al lado mío, al borde de la piscina, dejando que el agua le refrescara los pies.

—Necesito esto, Franco.

—¿El qué?

—Este estilo de vida. Ser escritor parece fácil y placentero.

—No juegues conmigo.

—¿Qué de difícil tiene ser escritor? Estas aquí, en una quinta solo, en tierra caliente, con buena bebida, música, piscina, tiempo, tranquilidad…

—Todas las profesiones tienen su complique.

—¿Cuál es la de los escritores?

Lo pensé. Se me ocurrieron muchas respuestas, pero le devolví otra pregunta.

—¿Cuál es la de la muerte?

Ella me miró con ofensivo sarcasmo.

—No juegues conmigo, Franco.

Encendí un cigarro. Le ofrecí uno a mi amiga, ella lo aceptó.

—¿Por qué lo haces? —le pregunté.

—Alguien tiene que hacerlo.

—¿Lo disfrutas?

—No como antes.

—¿Cuánto llevas en ello?

—Ochocientos treinta y dos años.

—Mierda.

Eso me gustaba de ella, que solo intervenía cuando era necesario.

—¿Qué te parece un intercambio? —me ofreció.

—¿De qué hablas?

—¿Qué te parece si cambiamos de profesiones?

Era una propuesta interesante. Miré el firmamento, el sol se estaba poniendo detrás de las montañas, pintando el cielo de unos colores cálidos que alumbraban el ocaso. No estaba mal ser escritor, no lo había hecho mal, no hasta ahora. Y lo imaginé, yo siendo de señor muerte, ella haciendo de escritora.

—¿Crees que funcionaria?

—La única manera de saberlo es intentándolo.

Me lo volví a pensar. Podría ser entretenido, pero me aburriría, siempre lo hago. Como todo en ésta vida, llega un momento en que uno se harta, de profesiones, labores, personas, lugares, cosas. Uno se aburre y yo me aburriría.

—No sé, creo que no serviría.

—¿Y si sirves para escribir?

Esa era una muy buena pregunta.

—Bueno. No me muero de hambre… Y aun no me he aburrido.

Ella largó su botella de cerveza y se levantó.

—¿Te vas tan pronto?

—Hay trabajo que hacer.

—Quédate otro rato. Hace mucho no bailamos juntos.

Ella se lo pensó, le encantaba bailar. A la señora muerte le encanta bailar y yo bailaba con ella.

—En otra oportunidad, Franco. Pórtate bien mientras regreso.

—Estaré esperando.

Y recordé porqué la había llamado

—Oye, belleza.

—¿Qué pasa, Franco?

—Necesito un favor tuyo.

—¿Qué quieres?

Bueno… Le explique…

 

“La abuela de la quinta vecina, ya cercana al centenario, se debate entre una vida que ya no vale la pena ser vivida y la enfermedad, que la mantiene, la sostiene, a pesar de todos sus achaques, la dejan terca y negligente en éste lado donde los mortales sufren demás.

La abuela no tiene posibilidad de moverse sin la ayuda de un caminador y la supervisión de alguien cercano. Sus rodillas, a causa de una caída, están desviadas anormalmente hacia la derecha. Si uno la observa detalladamente, sorprende ver cómo logra mantenerse en pie aun y con la ayuda del caminador, más insólito es descubrir que puede dar pasos vacilantes hacia adelante.

La abuela sabe saborear esa agradable satisfacción que es la del buen comer, aunque casi todo le hace daño, no tiene miramientos en mandarse un dulce a la boca después del almuerzo, una torta si se la ofrecen, un aperitivo dulce y regocijante para el paladar si se le otorga la posibilidad. Todo la pone dura o directa, pero que carajos, la vida esta para gozar de sus gustillos.

La abuela, si uno le pregunta, está siempre mal. No es desdicha o negatividad, es simple y llanamente la verdad, porque si no es la cabeza, es el estómago, la digestión, el pecho o las extremidades. La abuela carga con una enfermedad que la lleva a estados lastimeros y deprimentes, tales que pregunta siempre a cualquier persona que se le aparece por ahí una limosna o una ayuda. Aunque a la abuela no le falta nada, lo necesita todo.

A su vez, la abuela es una firme creyente, más por costumbre y repetición que por cualquier otra cosa. Aunque ya no se le nota el mismo fervor de antes, ya no repite con negligencia y obstinación los perpetuos rosarios que cantaba en la mañana, en la tarde y en la noche. Al parecer, se resigna con un padrenuestro o un Dios te salve maría para calmar la necesidad y obligación de su condición de fiel creyente. No sé si es que se cansó, se aburrió o simplemente se dio cuenta de que no hay rezo que valga para apaciguar las dolencias que con los años, malos, perversos y mal vividos se acumulan.




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