Hasta que las luces se apaguen

Necesidad

Mi editor me había dicho que, si quería que el libro se vendiera, debía cumplir ciertos protocolos sociales como aquel.

¿Por qué no tenía una editora en lugar de un editor?

Sería más fácil, más interesante, más entretenido.

Entré de lleno al complejo de eventos. El lugar era grande y bullicioso. Adentro, una larga fila de lectores esperaba la apertura del salón y la llegada de su escritor. Al percatarme de esto y de que debía pasar por todo lo largo de aquella fila, intenté regresar sobre mis pasos. Era poco decoroso pasarse por allí, pero un hombre grande, calvo, alto e imponente me empujó hacia la muchedumbre sin decirme nada, sin preguntarme si quiera el nombre.

—No… espera… quiero entrar por otro lado…

De nada sirvieron mis reclamos. Era demasiado tarde, la gente ya me había reconocido. Inmediatamente empezó la algarabía y el vitoreo, comenzaron a gritar mi nombre. En ese momento me sentí grande, poderoso, importante. Si, lo había hecho, lo había logrado. Era alguien, por fin, un alguien para todos aquellos insensatos que hacían fila para ver a su escritor. Por fin, había logrado lo impensable.

Llegué al auditorio. En el palco solo una silla y una mesa. Varios ejemplares de mi último libro reposaban expectantes allí. ¿Qué se suponía que debía hacer? Hablar, hablar sobre lo que había escrito, pero ¿No había escogido precisamente aquello, escribir, para ahorrarme la necesidad de hablar?

Me sentaron. Comenzó a acercarse mucha gente, unos con cámaras, otros con micrófonos. Una mujer empezó a embadurnarme la cara con unos polvos blancos que parecían mágicos.

—No, no, aléjate…

La saqué a manotazos. Todo era confuso y caótico, para mi suerte, apareció una cara conocida.

—Llegas tarde.

Era mi editor.

—Justo a tiempo. ¿Qué es todo esto?

—La profesión de ser escritor.

—Dijiste que era una cosa pequeña…

—¿Quieres que se venda tú libro? —me pareció que me amenazaba con su redonda cara y tensa expresión— Cambia de una vez por todas esa actitud. Asegúrate de poner la mejor cara que tengas.

El vacío, la inseguridad, la impotencia, la inquietud, una vez más. Yo solo quería escribir, no me interesaban los lectores, ni el editor, ni los costos de cada tiraje. Yo solo quería escribir, nada más.

La cosa empezó, yo no tenía mucho interés. Hacia bastante calor, mucha gente para un auditorio tan pequeño y sin ningún tipo de ventilación. Tomé un largo trago de agua de un vaso que estaba en la mesa. Por fortuna, había una moderadora que se encargaría de toda la palabrería innecesaria, yo solo me limitaría a saludar, dar las gracias y decir algo del libro, y así lo hice.

—Hola, chicos. Ustedes están aquí, yo también lo estoy. No puedo decir que disfruto del todo esto, pero sí disfruté mucho escribiendo este libro, espero que ustedes también lo puedan disfrutar.

La gente gritó, aplaudió, chifló. Bueno, se lo tomaron bien. Luego, las preguntas. La mayoría estúpidas, una que otra inteligente, dos o tres que en verdad captaron mi interés. El tiempo había pasado, yo no lo había notado, estaba haciendo bien las cosas. Finalmente, la firma de ejemplares. Mi editor permitió la toma de fotos, yo le dije que solo unas cuantas. La gente se apelotonó, el calor se intensificó. Me quería ir, yo solo quería escribir, ¿Para qué era necesario todo aquello?

Así fue como la reconocí. Me era fácil recordar un rostro como aquel: tierno, particular, singular. Estaba hermosa, nunca tan hermosa como aquel día. Ya había dejado la superficialidad de la juventud para tomar la forma de una mujer adulta. Aun así, fingí no reconocerla, ella lo hizo por los dos y no pude más que invitarla a esperar a que todo eso acabara. Firmé unos cinco libros más y di el asunto por terminado.

Cuando nos encontramos, ella me recibió con esa sonrisa particular que me sacudía todo entero. A pesar de los años, la experiencia, las cosas que venían y se iban, ella seguía cautivándome con aquel pequeño gesto. Me dije que no era del todo malo las implicaciones de ser escritor.

La llevé a mi cuarto de hotel. Nos sentamos en la cama, hablamos de ella y de su escritor. Además de la cerveza, había pedido en recepción unas botellas de whisky. La emborraché. Nos besamos, nos acariciamos, nos confesamos todo lo reprimido a partir de besos tímidos, curiosos, lentos y caprichosos. Jugamos a querernos sin ningún compromiso de por medio, dejándonos llevar por lo engañoso y efímero de los impulsos y deseos que se condensan en una cama. Yo seguía hablando, no paraba de hacerlo, entre beso y beso, caricia y caricia retomaba la conversación que se pretendía olvidar. Era como un tira y afloje, donde alguno de los dos sedería, se cansaría. Finalmente, ella se quedó dormida. Conocía de antemano su incapacidad para soportar el alcohol, por ello había elegido el Whisky. Me quedé entonces echado al lado de ella, de toda ella que se me había ofrecido sin vacilación. Una vez más el vacío, la incertidumbre, el miedo, la impotencia, la pena, la frustración.

Salí de la cama, me terminé de vestir, busqué el libro y un esfero. Lo firmé como se lo había prometido y le adicioné una dedicatoria especial:                                                                   




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