Hasta que las luces se apaguen

Pan erótico

Un día decidimos innovar e introducimos el primer pan erótico de la ciudad.

Si se le pegaba un mordisco, el pan lanzaba un gemido sexual, lo cual era el primer indicio provocativo del asunto.

Era pequeño, apenas para calmar un antojo, para generar un destello de pasión, para engañar el hambre, para despertar los siniestros diablillos inquietos que provocaban y antojaban.

Tenía una fragancia, un aroma claro, penetrante y particular que se expandía kilómetros a la redonda, sobreponiéndose ante cualquier otro intruso que se antepusiera a sus propósitos y dejando a los testigos de sus irresistibles capacidades sin ninguna otra posibilidad más que ser esclavos de su particular esencia. Se entregaban sin más a ese encanto simple y necesario del animal impulsivo.

Si se excedía en su consumo, no había método de abstinencia que valiera.

Tenía la particularidad de aumentar la temperatura corporal. Estaba lleno de unas calorías esenciales que debían ser quemadas, gastadas, utilizadas en un ejercicio altamente exigente a su vez que gratificante.

Era recomendable comerlo en pareja, independientemente de la relación que vinculaba a los implicados. Lo peor que podía pasar era que quisieran repetir la dosis. Si se comía solo, bueno, allá cada quien se las arreglaba.

El pan generaba un cosquilleo siniestro que comenzaba en el abdomen y se irradiaba por todo el cuerpo, erizando cada bello, entonando cada diminuta partícula, estimulando la imaginación que permanecía obstinadamente dormida hasta aquel momento. Todo ello incomodaba al consumidor, que se preguntaba si otro pancito no le haría peor daño del ya producido.

Había una peculiaridad muy interesante que no habíamos implementado pero que se desarrolló de forma automática. El pan adoptó la habilidad de predecir el sexo del consumidor. Así, establecía el tono del gemido según los gustos del cliente. Ahora bien, el pan también estaba a la vanguardia de las novedades actuales, ya que implementó la inclusión en sus destellos de sabor. Para aquellos que se habían salido de la norma moral de la heterosexualidad, el pan les daba el gusto que ellos habían elegido. Así mismo, para los que aún no habían definido su sexualidad, el pan les otorgaba una gama de posibilidades muy diversa y variada.

Nosotros, mientras tanto, aprendimos a resistir sus encantos, desarrollando ese instinto casi paternal de los creadores que se desprenden de su creación una vez éste cumple con su objetivo.

El pan era una insinuación, una invitación a corroborar ese instinto predilecto que la sociedad trataba de apaciguar. Una confirmación de lo que éramos, una forma de asumir lo innegable. ¿Qué existían mujeres y hombres que lo negaban? Esos tenían sus vidas limitadas, mientras tanto nosotros buscábamos vidas sin límites.

 

 

No había fea o feo que no tuviera la dicha particular de la pasión. No había razón alguna para negar el deseo impulsivo de la sensación carnal. No había Dios, religión, secta, compromiso, esfuerzo o pretensión que valiera en contra del peculiar sabor del pan. La virginidad había quedado como un mito raro y extraño del pasado. Mujeres y hombres acudían por igual. Además de ver parejas del mismo sexo, era muy curioso reconocer parejas que la edad no intentaban disimilar. Era como si el pudor se hubiera perdido, como si aquella zona de la ciudad se hubiera teñido de un rojo escarlata potente y peligroso. Se tuvo que pedir documento de identidad a la hora de despachar el pan. Las autoridades nos tenían el ojo puesto encima, pero esas mismas, fuera de su servicio, acudían con igual esmero y placer que cualquier otro cliente particular.

Se tenía la precariosa idea de que el producto iba en contra de las normas morales de la civilización, pero todos lo consumían con igual esmero y placer. Era como una regla que todos rompían y solo se condenaba en silencio, ya que se sabía que era una necesidad tan normal y particular como comer, como cagar. Nosotros solo habíamos quitado el velo que ocultaba ese espectro siniestro y peligroso que, finalmente, era tan simple e inocente como un chiste negro de un niño.

Aquellos que reprimían con más ahínco los deseos corporales fueron los que más disfrutaron de sus sabrosas maravillas. El hecho de abstenerse por tanto tiempo los llevó a expulsar todos esos deseos reprimidos en un consumo impulsivo y desenfrenado. Otros, mientras tanto, estaban tan acostumbrados a complacer la voz carnal que el pan no hizo más que confirmar sus impulsos ya entrenados y dominados.

La gente no escatimaba en gastos. Empezaron a llevar mil, dos mil, tres mil de pan erótico. Incluso llegaron los osados que pedían diez mil, hasta veinte mil en dicho pan. Esto nos obligó a implementar estrategias anticonceptivas para evitar proliferaciones innecesarias.

La iglesia nos condenó, como era de esperar, y perdimos muchos de los clientes que sustentaban nuestros esfuerzos. En lo personal, ignoraba que servíamos a la voluntad del buen Dios. De haberlo sabido, muy probablemente hubiera menguado en mis esfuerzos para corresponder su elección a nuestros productos.

Los hoteles de la ciudad no daban abasto. Para cuando nos enteramos, varios moteles habían abierto sus puertas en las inmediaciones de nuestro establecimiento. Habíamos impulsado la economía de la ciudad, tanto, que el sector turístico también se vio gratamente influenciado.




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