Hasta que las luces se apaguen

Las flores del vecino

Las flores del vecino crecían más, eran más coloridas, más vistosas, más alegres.

Aunque regaba todas las mañanas mis flores, parecían tristes, pálidas, débiles, frágiles en comparación con las flores del vecino. No le daba mucha importancia al asunto, aun así, aquello me generaba cierta envidia que no podía reprimir, no sabía hacerlo, era casi inevitable. Me estaba acostumbrando a no reprimir ningún tipo de emoción que surgiera así, esporádicamente. No hice nada para mejorar el asunto, seguía regando mis flores todas las mañanas con la misma contundencia: Unos días si, otros no. Digo todos los días ya que esa era mi intención, el compromiso que había adoptado con ellas, mis flores. Así de comprometido era, que me dejaba perder en las nimiedades de la vida misma, de las rutinas y sus pequeños truquillos que aún hoy, ya casi un adulto hecho, pero no derecho, me atormentan. Me refiero a las múltiples veces que el despertador no basta para levantarme de la cama, cuando me demoro más de la cuenta en la ducha, cuando olvido algo que debí preparar para algún día y el afán, esa terrible consecuencia, se interponía entre mi compromiso y mis flores. El resultado era obvio, mis flores no crecían como era debido, pintaban en sus pétalos que debían ser coloridos un pálido triste y desconcertante, hecho que se acentuaba cuando pasaba por el antejardín de mi vecino. Uno debe asumir que en ocasiones se pierde, en la mayoría, a decir verdad, y no me sentía mal siendo un perdedor.

El asunto que no podía dejar pasar por alto era la curiosidad, ¿Qué hacia el vecino para qué sus flores parecieran tan rebosantes de vida, alegría, color, paz y felicidad?

Si bien no me sentía mal con mis flores marchitas, tristes y depresivas, consideré que sería mucho más fácil comenzar el día con el saludo de unas flores como aquellas. Luego recordé lo que alguien algún día dijo: “Las flores son el reflejo de sus dueños…” Al carajo esos comentarios, mis flores serían como ellas quisieran que fueran, al carajo las flores del vecino, tan bonitas y todo, algo malo deberían tener también. Esas flores tristes, pálidas y cabizbajas eran mis flores, por ello las apreciaba más que cualquier otras.

No hablaba con el vecino, nos limitábamos al saludo, y eso. Yo estaba muy ocupado con mis propios asuntos. Ignoraba como ocupaba su tiempo el vecino, lo cierto era que nos cruzábamos una que otra vez, y eso, si teníamos suerte.

Era un hombre ya viejo, muy avanzado en edad. No me atrevería a pronosticar una edad ya que mis pronósticos a este respecto resultan poco fehacientes. Andaba con la ayuda de un bastón que arrastraba con la mano derecha. Llevaba una boina negra de cuero que ocultaba su vieja calva. Vestía por lo general zapatos de gamuza, pantalones de pana colores claros y sacos de lana con tonalidades primaverales o de oscuros atardeceres. El aspecto que más llamaba mi atención de su vestimenta eran aquellas gafas oscuras de sol que ocultaban sus ojos. Siempre las llevaba puestas, aún incluso en los días nublados, aún incluso de que se la pasaba todo el día bajo la sombra de su propia casa. Supuse que se debía a alguna condición o problemática con su visión, era lo más probable y lógico. En consecuencia, no conocía sus ojos, nunca los vi, así que no puedo decir el color de los mismos. Podría predecirlos y si así fuera me decantaría por los colores claros, debido a su personalidad pasiva y tranquila que era lo poco que yo alcancé a atisbar esas pocas veces que lo vi.

Tuve la intención de preguntar sus artilugios de jardinería si nos encontrábamos por casualidad, cosa que nunca pasó. Las semanas pasaron, haciéndose meses, esperando a que el encuentro tuviera lugar. Tampoco me atrevía golpear a su puerta, no me sentía en la confianza plena además de que me parecía algo de mal gusto.

¡Qué carajos! Allá el viejo y sus perfectas flores, de todas formas, tenía pensado largarme pronto de ese barrio.

Un día que me preparaba para el trabajo, más temprano de lo habitual, logré observar algo interesante por la ventana de mi cuarto que daba a todo el frente de la casa de mi vecino. Vi la luz de la sala encenderse y lo vi a él salir atreves del umbral de la puerta. Sus manos no eran más que muñones ovalados y algo deformados, ninguna prominencia alargada sobresalía de estos, el hombre no tenía dedos. Convencido de que se trataba solo de la mano izquierda, me fijé solo en ella. No podría pasar lo mismo en la derecha ya que en ésta llevaba el bastón, imposible hacerlo sin dedo alguno. En la primera posibilidad que me dio la perspectiva desde mi posición, reconocí que la mano derecha tampoco tenía dedos. El bastón parecía adaptado ingeniosamente a su pedazo de muñón, ¡Vaya novedad!

El hombre salió a su antejardín, aun cuando el sol se hacía el tímido, aun cuando no tenía la voluntad suficiente para espantar las sombras y la oscuridad. Se acercó a sus flores con paso lento y vacilante, les habló. Lograba escucharlo desde mi cuarto, no había rumor alguno que lo impidiera. Las consentía, las tuteaba, las llenaba de elogios y cariño. Las palabras tenían poder, o eso parecía. Inmediatamente, el hombre cambió su discurso y empezó un trabalenguas a partir de ciertas palabras inteligibles para mí. Era un lenguaje extrañamente gutural, dónde las consonantes sobresalían como quejidos intencionados. Luego, dio un chasquido con la lengua y de su muñón ovalado nació una pequeña protuberancia que iba adquiriendo sentido y forma, un dedo le había nacido del muñón. Acercó su mano a las flores y de éstas, la más grande, viva y colorida, se estiró cual hambriento que estira el cuello y del sol de sus pétalos surgieron unas puntiagudas formas que interpreté como dientes y que eran el preámbulo de una abertura siniestra y oscura. La flor devoró el dedo del viejo que emitió un leve quejido de dolor. La flor masticó y tragó, del muñón del viejo chorreaba un cumulo de sangre muy oscura y espesa que escurría muñón abajo, manchando el buzo y goteando en las claras baldosas del piso del antejardín. El viejo escarbó en uno de sus bolsillos con el muñón ensangrentado, no sé cómo carajos lo hizo, pero sacó un recipiente pequeño. Parecía pegarse a causa de la sangre, lo cual le facilitaba maniobrar el recipiente a voluntad. Lo llevó a su boca y tragó lo que parecían ser gotas recetadas. Al instante, la sangre dejó de emanar. El viejo dio otros dos chasquidos con la lengua, otros dos dedos se formaron de su muñón como por arte de magia.




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