Franco revisaba embalajes, cantidades, aseguraba la integridad de los productos. Llevaba la cuenta por cajas, pero se equivocaba con frecuencia.
—Mierda —decía cada vez que la embarraba.
Después de ello, tenía que organizar las cajas en hileras verticales que se supone debían alcanzar las ocho cajas apiladas de altura. Franco solo era capaz de apilar cinco o seis, temía poner más cajas a la hilera ya irregular sospechando que, muy probablemente, la hilera se vendría abajo y él tendría que volver a organizarlas desde cero.
Estaba disperso, le costaba concentrarse. Era verdad, anoche se la había pasado revisando sus relatos, acompañado de unas cuantas polas, ¿Pecado? No, claro que no, pero sí tenía que afrontar las consecuencias de aquello. No tenía de otra, eran sus relatos y las “posibilidades” o seguir allí, trabajo, sueldo, horario, rutina. Ya no valía la pena renegar de ese estilo de vida, eso no servía de nada, era hora de poner manos a la obra y cambiarlo todo, a las buenas o a las malas.
No era el sueño, ni el cansancio acumulado, ni la frustración o la impotencia.
—¡Esa música es una mierda!
—Ni que lo diga —le respondió otro man que pasaba a su lado llevando cajas.
Claudia era la encargada de la zona de embalaje y despacho, dónde trabajaba Franco. Claudia era la jefa de Franco. Le parecía insólito como aquella mujer, siendo la más nueva, había logrado ascender tan rápido y tan fácil.
—Las ventajas de tener culo y tetas —le dijo algún día un compañero.
La mujer se vanagloriaba diciendo: “La vida sin música es un error…” Aunque no hacía ninguna referencia a Nietzsche, la frase la entonaba como si fuera de autoría propia.
—Ni siquiera sabrá quien es Nietzsche, ni como se escribe… —se mofaban los compañeros de Franco.
Aquel día, la jefa tenía la música a todo dar. Era esa cosa de popular y despecho que ponen en las tabernas de mala muerte.
—Mierda, mierda, carajo…
Esa era la impotencia y frustración, pero él solito iba allí todos los días, con la misma puntualidad de siempre. No sabía en realidad por qué lo hacía, pensó atribuirlo al miedo, la cobardía, la inseguridad, no lo sabía, no lo sabía y no saber las causas empeoraba más su situación. A alguien o algo debía echarle la culpa, ¿Él mismo? Estaba mamado de hacerlo.
—Música de mierda…
Se decantaba entonces por los madrazos, así se desahogaba, de algún modo, pero no era suficiente. Y después de tanto madrear, se cansaba, porque su bien intencionado léxico de escritor prefería “ciertos” tipos de apelativos o adjetivos.
Detuvo la producción. Por un momento, cerró los ojos, recordó las recomendaciones de un comercial televisivo, ¿O radial? “Cuenta hasta diez”
Franco contó: Uno, Diez. Incluso la paciencia había sufrido las consecuencias.
Recordó a un tipo del camión de la basura. Aquella mañana, mientras la ruta lo llevaba a él y otros empleados más a la planta de producción, un camión de basura que iba en frente de ellos, con sus dos trabajadores encaramados en la parte trasera, se movían por la autopista. Le llamaban autopista a una calle de un solo carril en cada sentido. Vaya idea de autopista.
Uno de los trabajadores colgados del camión bailaba y se movía al son de una música que solo él sabía disfrutar.
—El tipo se goza su trabajo… —pensó Franco, con cierta admiración, además de envidia.
¿Él no podría hacer lo mismo? Claro, el podría ser ese mismo, si tuviera la chance de su propia música. ¿Quería decir aquello que su actitud, energía y productividad dependían de factores externos cómo la música?
Franco, para ser francos, estaba jodido.
No saber por qué estaba dónde estaba empeoraba las cosas. Inevitablemente, el viejo le vino a la cabeza. Siempre el viejo, ese viejo pendejo, ¿Y cómo no? Lo leía todos los días.
“Chico, deberías dejar ese trabajo, encerrarte en un cuarto y escribir…”
Así de simple era, pero por lo mismo, le costaba tanto hacerlo.
“Haz tu vida…”
Franco solo tenía una certeza, estaba haciendo que su vida fuera la vida de otros, no la que en realidad él mismo deseaba.
Volvió a la planta de producción, a la zona de embalaje y despacho, a su mesa de trabajo. Dejó la caja con sus elementos, observó a sus compañeros. Muy probablemente, la mayoría de ellos, por no decir que todos, no estaban haciendo su propia vida. No lo sabía con certeza, pero tenía un pálpito, ese mismo que le decía que dejara todo para hacerlo todo, escribir, ya que escribir lo era todo para él. Así de simple era, esa era la simplicidad del viejo.
Miró el reloj, ya llevaba veinte minutos de retraso.
—Mierda…
Que carajos, un reporte más de retrasos.
Franco pensó que allí, en los horarios de ocho, diez, doce horas, en los sueldos ajustados, en el cansancio, pena y frustración se estaban muriendo. Se morían artistas, deportistas, revolucionarios, libertadores, salvadores. Morían lenta y contundentemente cantantes, músicos, pintores, escultores, escritores. Franco estaba dejando morir a su escritor, ¿Lo dejaría morir del todo?