Nunca pensé que el amor doliera tanto. Nunca imaginé que luchar por alguien, por el único ser que realmente importaba, me arrastraría por caminos que no quería recorrer. Y aun así… lo hice. Porque la vida no siempre da lo que uno espera, y a veces hay que perderse para comprender lo que realmente vale.
Había besado muchos labios. Había tocado cuerpos que no sentían nada por mí, y aun así me había quedado, fingiendo que bastaba. Cada noche vacía, cada abrazo que no significaba nada, cada beso que compartí… lo había hecho porque en mi corazón sabía que nada de eso era ella. Nada. Cada cuerpo ajeno, cada labio que no era el suyo, me recordaba lo que no podía tocar: su alma, su mirada, su amor.
Y allí estaba yo… frente a ella.
El tiempo me había arrastrado por caminos que dolieron, me había roto y me había cambiado, pero también me había llevado hasta aquel instante, hasta ese lugar. Frente a ella, frente al único amor que había hecho que todo valiera la pena.
Ella estaba inmóvil, fría, en silencio. No comprendía cómo había llegado hasta allí. No entendía por qué, después de tanto, debía despedirme del amor de mi vida dentro de esa caja.
No me movía. Estaba de pie, con las piernas entumecidas, los hombros tensos, el corazón golpeando en un ritmo que parecía romper mi pecho y, al mismo tiempo, detenerse. Apenas respiraba. Solo la miraba. Ella estaba ahí, quieta, tan fría, tan lejana… y, al mismo tiempo, tan mía.
Las lágrimas no paraban. Me ardían los ojos, me quemaba la garganta, pero seguía llorando. Cada vez que parpadeaba, me parecía verla viva, sonriendo, mirándome como antes. Pero cuando volvía a mirar, la realidad me golpeaba con toda su fuerza. Esa caja era lo único que quedaba entre nosotros.
La gente pasaba a mi lado. Algunos me tocaban el hombro con suavidad; otros se inclinaban un poco para hablarme, susurrando palabras que apenas llegaban a mis oídos:
—Lo siento… mucho… —dijo una mujer, con los ojos vidriosos, apenas rozando mi brazo.
—Tienes que ser fuerte —susurró un hombre mayor, con la voz quebrada.
Yo apenas asentía, como si escuchara desde muy lejos. Todo se mezclaba en un murmullo: “fuerza… Dios sabe… tienes que seguir…”
Nadie sabía. Nadie podía entender lo que dolía perderla.
Sus miradas me atravesaban. Algunos llenas de compasión, otras cargadas de pena contenida. Una madre con su hija pequeña me miró con ojos que decían sin palabras: “No sabes cómo seguirás… pero sentimos tu dolor.”
Un amigo de la familia me tomó la mano con un apretón breve, casi tembloroso, como queriendo compartir mi carga, aunque no pudiera aliviarla.
Yo seguía allí, inmóvil, sintiendo cada gesto como un golpe de realidad. Cada susurro, cada mirada, cada toque era un recordatorio de que ella ya no estaba y de que todo el mundo parecía decirme: “Suéltala… deja que siga…”
Pero yo no podía. No aquel día. No en ese instante.
Vi a sus padres acercarse lentamente. Caminaban con esa mezcla de dignidad y dolor que solo los padres pueden tener cuando entierran a un hijo. Él, con la mirada cansada, los ojos rojos pero secos; ella, sosteniéndose del brazo de su esposo, como si cada paso fuera un esfuerzo.
Cuando se detuvieron frente a mí, no hicieron falta palabras.
Su madre me miró con ternura y culpa al mismo tiempo, como si quisiera pedirme perdón por todo lo que la vida nos negó. Me tomó la mano con suavidad, y con la voz quebrada apenas murmuró:
—Siempre supimos cuánto la amabas… desde niño.
No pude responderle. Solo bajé la mirada, sintiendo el nudo en la garganta apretarse más.
Su padre me observó en silencio. Asintió despacio, como quien lleva años entendiendo algo que no se puede cambiar.
—Ella también te amó, hijo —dijo con voz grave, cargada de recuerdos—. A su manera… siempre te llevó en el corazón.
Sus palabras me atravesaron. Yo sabía que era cierto, aunque su vida hubiera tomado caminos distintos, aunque sus decisiones la hubieran alejado de mí. Ella había querido vivir, probar, escapar… pero al final, el destino la trajo de vuelta.
Me quedé mirándolos, intentando contener las lágrimas, mientras ellos seguían ahí, de pie, con la tristeza grabada en el rostro.
Su madre acarició el ataúd con la punta de los dedos, como si al hacerlo pudiera sentir aún su presencia. Luego volvió a mirarme, y con un suspiro apenas audible dijo:
—Ya puedes soltarla, hijo… ya está en paz.
Yo negué con la cabeza, sin poder hablar.
No entendían que no se puede soltar algo que todavía arde dentro de uno. Que el amor no se entierra, solo cambia de forma.
El tiempo, decían, lo cura todo… pero aquel día, no quería curarme. No quería seguir. No en ese instante.
El olor a flores me revolvía el estómago. La música de fondo se me hacía una burla cruel. Sentía el sudor recorrer mis manos frías. Intenté hablar… pero no salía nada. Quería decirle que la amaba, que no sabía cómo vivir sin ella, que todo lo que era se había ido con su último suspiro.
Abrí la boca, pero la voz se quebró antes de salir.
Me llevé una mano al rostro y respiré hondo, intentando contener lo inevitable, pero las lágrimas ya me corrían sin control. Cada vez que parpadeaba, me parecía verla viva, sonriendo como solía hacerlo cuando jugábamos a huir del mundo. Pero cuando volvía a mirarla, la realidad me partía en dos.
Cerré los ojos un instante. Quise recordar solo lo bueno: su risa, sus gestos, esa forma suya de hablar sin decir nada. El eco de su voz me golpeaba dentro, suave y cruel a la vez.
Sentí una presión en el pecho, tan fuerte que tuve que apoyarme en la orilla del ataúd para no caer.
—No sé cómo hacerlo… —murmuré, con la voz ahogada—. No sé cómo seguir sin ti.
Nadie respondió. Solo la música, sonando baja, como si el mismo cielo se negara a interrumpar aquel momento.
Tragué saliva. Mis labios temblaban. Miré alrededor, buscando un poco de aire, pero todo parecía tan ajeno… los murmullos, las flores, los rostros que me miraban sin saber qué decir.
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frente a la muerte, sentí mi corazón roto, atrapado en un amor perdido
Editado: 05.11.2025