Hasta Que Te Vi Morir

Capítulo 2 – El primer encuentro

Era imposible mirar a Siomara así, inmóvil dentro del ataúd, y no sentir que todo se desmoronaba a mi alrededor. Quería verla, necesitaba verla, y al mismo tiempo temía que sus ojos, aunque cerrados y sin vida, me recordaran todo lo que ya no podía tocar ni abrazar. Cada recuerdo, cada instante que compartimos, se enredaba en mi pecho, doloroso y hermoso al mismo tiempo. Pensaba en aquel primer día de clases, en la acera frente a la escuela, y en cómo sus ojos se cruzaron con los míos por primera vez. Nunca olvidaré ese instante, nunca olvidaré la forma en que su mirada parecía detener el tiempo, cómo todo lo demás desaparecía y solo existíamos nosotros dos, aunque ni siquiera nos habláramos más que unas palabras torpes y tímidas.

Mi mente volvió a ese primer día en que vi sus ojos, adornando un rostro que parecía hecho para quedarse en la memoria. Tenía rizos negros que caían con desenfado sobre su frente, y su piel canela brillaba con la luz de la mañana, como si cada rayito de sol hubiera decidido abrazarla. Sus ojos eran profundos, negros, curiosos y llenos de vida; mirarlos era como intentar contener un mundo entero dentro de un instante. Su sonrisa, leve y casi tímida, tenía la capacidad de detener el tiempo, y yo, sin entenderlo del todo, supe que ese momento me marcaría para siempre.

Era temprano, faltaban apenas cinco minutos para que sonara la primera campana. El sol comenzaba tímidamente a calentar la calle José I. Quinton, justo frente a la escuela intermedia Florencio Santiago. Un aroma a pan recién horneado llegaba desde la panadería a varias cuadras, mezclándose con la tierra húmeda de la calle; las voces de los estudiantes se entrelazaban con el ruido constante de las guaguas escolares que llegaban una tras otra, creando un bullicio que anunciaba el inicio de un nuevo día.

Decidí cruzar la calle hacia La Ratonera, la pequeña tiendita de madera vieja justo frente a la escuela. Siempre había querido entrar solo, sin mis padres, y aquel día por primera vez podía hacerlo. La puerta estaba empampanada, siempre abierta, con un letrero hecho a mano que mostraba los precios de los sándwiches, los refrescos y los dulces. Al empujarla ligeramente para entrar, el olor a dulces y madera gastada me envolvió de inmediato, despertando un recuerdo que llevaba guardado en el pecho: tardes esperando en el carro mientras mis padres bajaban a buscar a mi hermano, soñando con los dulces detrás del mostrador. Todo lo demás desapareció por un instante; la tienda, sus aromas y ese silencio familiar me hicieron sentir seguro y extraño al mismo tiempo.

—Buenos días, doña Carmen —dije, intentando sonar tranquilo.
Ella levantó la vista, entrecerrando los ojos. Una sonrisa le cruzó el rostro.
—Pero mira quién es… Jesús, ¿verdad? —dijo, con ese tono de quien conoce desde hace tiempo.
Asentí, algo sorprendido.
—Sí, soy yo.
—Ya decía yo… Tú venías antes con tus papás, cuando bajaban del campo a buscar a tu hermano. Siempre te quedabas ahí afuera, en el carro, mirando los dulces como si fueran tesoros. —Rió con ternura—. Al fin te toca estudiar aquí, ¿eh?
—Sí… por fin —respondí, sintiendo una mezcla de orgullo y nervios.
—Pues mira, muchacho, llévate unos dulces. El primer día siempre necesita algo dulce pa’l susto.

Me reí un poco, tratando de disimular lo tenso que estaba.
—Deme tres de los rojos, los que pican al final.
—Ay, esos te gustan desde chamaquito —dijo, mientras los sacaba de la vitrina y me los servía en una bolsita transparente.

Pagué y salí con el sonido de las monedas tintineando en el bolsillo. El sol ya pegaba más fuerte y la acera parecía brillar.

Y entonces la vi.

Estaba justo frente a la entrada de la escuela, de pie, mirando hacia un grupo de amigas. Su cabello se movía con la brisa, y por un momento sentí que el ruido de todo lo demás se apagaba. No era la primera vez que la veía, pero sí la primera en que nuestros ojos se cruzaron de verdad.

Me reconoció al instante. Sus cejas se levantaron ligeramente y una sonrisa suave apareció en su rostro, casi imperceptible, pero suficiente para detener mi respiración por un segundo.

—Tú eres Jesús, ¿verdad? —preguntó, como si estuviera confirmando algo que ya sabía desde antes.
—Sí… —respondí, torpemente, sintiendo cómo me temblaban un poco las manos—. Pero, ¿cómo sabes mi nombre?

Ella inclinó la cabeza, con una pequeña sonrisa cómplice.
—Mi hermana me habló de ti —dijo con naturalidad—. Te vio un día pasando en bicicleta por la calle y, como conocía a tu hermano mayor, me dijo: “Esa es la casa de Jesús, el chico del barrio”. Siempre pensé que algún día nos encontraríamos.

Se detuvo un instante y extendió la mano hacia mí, como invitándome a acercarme.
—Yo soy Siomara —dijo, con suavidad y firmeza a la vez—. Mucho gusto.

Sentí un escalofrío recorrerme. Era extraño, pero no podía apartar la mirada de sus ojos. Algo en su voz, en la manera en que lo dijo, hizo que todo a mi alrededor desapareciera. La calle, el ruido de los estudiantes, el sol de la mañana… todo quedó atrás. Por un instante, sentí que el mundo se había detenido y que solo existíamos ella y yo, en esa acera frente a la escuela. Mi mano se acercó lentamente a la suya, y al rozarla sentí un calor inesperado que recorrió todo mi cuerpo.

—Jesús —dije, finalmente respondiendo, mientras estrechábamos nuestras manos—. Mucho gusto, Siomara.

Era un instante sencillo, pero algo en él se grabó en mí para siempre: una mezcla de asombro, curiosidad y un sentimiento desconocido que no sabía cómo llamar, pero que intuí que permanecería conmigo.

—Ah… —murmuré, sintiéndome torpe y al mismo tiempo sorprendido—. Bueno… al fin nos encontramos, ¿verdad?

Ella rió suavemente, un sonido que me hizo sonreír sin querer.
—Sí… —respondió—. ¿En qué grado estás?
—7-3 —dije, sorprendiéndome de cómo mi voz sonaba más firme de lo que sentía—. ¿Y tú?
—7-3 también —dijo, arqueando una ceja, divertida—. Vaya… parece que vamos a compartir salón.




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