Hasta Que Te Vi Morir

Capítulo 3 – Cuando el Amor se Queda en Silencio

Ya habían pasado los años de intermedia. Ahora, en la escuela superior, todo parecía distinto, aunque en el fondo nada había cambiado realmente. Las aulas eran más grandes, los pasillos más ruidosos, y los profesores más serios, pero entre aquel bullicio, Siomara seguía siendo la misma: risueña, de cabello rizado, piel canela y ojos negros que parecían esconder todos los secretos del mundo.

Yo la miraba con el mismo asombro de aquel primer día, pero ahora lo entendía. No era admiración infantil ni simple cariño. Era algo más… un peso desconocido que se enredaba en mi pecho, creciendo sin permiso.

A veces, mientras caminábamos por los pasillos, ella se giraba para contarme algo, y su sonrisa bastaba para que olvidara todo lo demás. Hablaba de cualquier cosa —una tarea, una canción, su madre que no la dejaba salir— y yo solo la escuchaba, intentando grabar su voz en la memoria. Uno nunca sabe cuándo el corazón cambia; un día te descubres mirando a alguien más de la cuenta, deseando que te mire con los mismos ojos.

Por las tardes caminábamos juntos al salir de clases. Nos deteníamos en la tiendita de la esquina para comprar una malta o un sorbeto, reíamos por cosas simples que solo tienen sentido cuando se es joven. Había una naturalidad en nuestra amistad que me mantenía cerca, aunque cada palabra suya a veces me rozaba el alma.

En el barrio, las cosas eran más nuestras. El sol se filtraba entre las hojas de los árboles, los perros ladraban a lo lejos, y el viento olía a tierra mojada. Nos sentábamos en la verja de su casa, hablando mientras ella, distraída, giraba ligeramente la cabeza hacia mí, buscando mi risa como señal de que estábamos en sintonía. A veces se quedaba callada mirando hacia el monte, y yo quería preguntarle en qué pensaba… pero me quedaba en silencio, disfrutando solo el hecho de estar ahí, junto a ella.

—Jesús, ¿tú crees que uno se puede enamorar sin darse cuenta? —me preguntó una tarde, mirando al cielo.

No supe qué decir. Me reí, como si no entendiera la pregunta.

—Supongo que sí —respondí—. A veces el corazón se adelanta.

Ella sonrió sin darle más vueltas, y yo sentí algo dentro de mí temblar. Ahí supe que no podía seguir fingiendo que era solo amistad. La quería. La quería con esa mezcla rara de ternura y miedo, de querer cuidarla y no atreverme a tocarla. Pero no se lo dije. No todavía.

A veces la observaba de lejos en el recreo, cuando hablaba con amigas o algún muchacho se le acercaba. Fingía estar ocupado, pero en realidad la miraba. No con celos… o quizá sí, un poco. Pero más que celos era miedo: miedo a que alguien la hiciera reír de la misma forma en que ella me hacía reír a mí.

Ella era la alegría del barrio. Todos la conocían, todos la saludaban, y yo me sentía afortunado solo por caminar a su lado. Cuando me llamaba “mi mejor amigo”, algo dentro de mí se quebraba un poco, pero aún así sonreía. Yo la amaba en silencio, como quien guarda un secreto que le da vida y duele al mismo tiempo. Prefería callar antes que arriesgarme a perder lo único que me hacía sentir vivo.

El verano llegó con su calor denso y las tardes largas. Ella me llamaba a veces para estudiar juntos, o simplemente para charlar bajo el árbol frente a su casa. En esos momentos, cuando el sol bajaba y el cielo se pintaba de naranja, sentía que el tiempo se detenía. Y quizás, en el fondo, creía que si no decía nada, ella podría quedarse conmigo para siempre, así, en esa calma, en esa inocencia, en esa mentira bonita de la amistad que yo mismo me creía.

Fue un jueves cuando todo cambió.

No sé por qué recuerdo tan bien ese día. Tal vez fue la manera en que el sol se filtraba entre las ventanas del salón, o la forma en que ella sonrió cuando él la saludó por primera vez. Era un chico nuevo, alto, de sonrisa fácil, con ese aire seguro que hace que todos lo noten sin esfuerzo.

Desde entonces algo comenzó a moverse dentro de mí. Lo veía esperarla a la salida, cargarle los libros, tocarle el hombro con una confianza que me quemaba la garganta. No era rabia… o tal vez sí, pero disfrazada de tristeza. Era la sensación amarga de perder algo que nunca fue mío.

Comencé a caminar más despacio al salir de clases, a hablar menos. Seguía ahí, junto a ella, pero ya no era el mismo. Ella tampoco. Se arreglaba un poco más el cabello antes de entrar al salón, se reía más fuerte cuando él estaba cerca. Aunque intentaba no mirar, siempre encontraba mis ojos antes de girar hacia él. Yo quería creer que aún quedaba algo de nosotros en esa mirada fugaz, pero a veces lo que uno ve no es esperanza, sino el reflejo de lo que se está yendo.

En los recreos, él la hacía reír con facilidad. Yo, en cambio, era quien escuchaba, quien estaba ahí cuando ella necesitaba desahogarse, el amigo que guardaba silencio cuando el mundo le pesaba. Y aun así… no bastaba.

Los muchachos del grupo bromeaban conmigo:

—Te la ganaron, Jesús —decían riendo—. Te dormiste, bro.

Yo fingía que no dolía, pero por dentro todo ardía. Nunca nadie te prepara para ver cómo la persona que amas comienza a mirar a otro. Es como ver apagarse una luz que te mantuvo vivo, sin poder hacer nada.

Esa semana fue interminable. En cada clase, en cada recreo, la veía más lejos, aunque estuviera a dos metros de mí. Su voz seguía siendo la misma, pero ya no tenía el mismo eco en mí. Por las tardes dejé de pasar por su casa, inventaba excusas: tareas, compromisos, cansancio. En realidad, no quería ver su sonrisa al hablar de él.

A veces me llamaba:

—Jesús, hace días no pasas. ¿Te enojaste conmigo?

—No, Siomara… solo he estado ocupado —respondía, tratando de sonar tranquilo.

Ella sonreía, creyendo mis palabras, sin notar el temblor en mi voz. Solo intentaba protegerme, porque si seguía tan cerca, terminaría rompiéndome del todo. A veces el amor se disfraza de silencio, porque hablar duele más que callar. Y yo preferí callar, aunque el silencio me matara un poco cada día.




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