Hasta volver a ti

Hasta volver a ti

Santi estaba en esa edad en la que cada día aparecía una palabra nueva. "Abua", "papi", "tete". Algunas salían a medias, otras claras como un disparo. Nos reíamos mucho con eso. Pero había una palabra que nunca había dicho. "Mamá". Ni una sola vez.

Por eso, cuando lo escuché aquella tarde en la terraza, el mundo se me paró.

Lo llevaba en brazos, apoyado contra mi hombro. El calor era pegajoso y la cerveza ya estaba tibia en la mesa. Entonces vimos llegar a mi amiga. Venía ligera, con paso rápido, el vestido ondeando un poco. Como siempre, parecía contenta de vernos. Se inclinó para saludarme, y en ese momento Santi levantó la cabeza, la miró fijo. Yo le dije:
—Saluda a Sonia, anda.

Y él dijo, muy claro, señalándola con el dedo:
—Mamá.

El aire se congeló.

Ella se rió, una carcajada rara, nerviosa. Me besó rápido en las mejillas, como si el gesto pudiera tapar lo que acabábamos de oír. Yo me quedé helado. No era un balbuceo. No era un error. Lo dijo claro, como cuando alguien reconoce a otro sin dudar.

La tarde siguió, pero rara. Hablamos de tonterías: el trabajo, cotilleos, el calor del verano, etc. Pedimos otra ronda. Pero había pausas largas, silencios que antes no estaban. A veces la sorprendía mirándolo demasiado tiempo. Una vez le pasó la mano por el pelo y Santi se acurrucó en su pecho, como buscando refugio. Ese gesto me puso la piel de gallina. Ella apartó la mano enseguida, carraspeó y cambió de tema como si nada. Yo me obligué a reírme, pero me quedó un nudo en la garganta.

Según supe después ella soñó esa noche.

Una ciudad que no conocía: calles rectas, ladrillos oscuros, escaleras de hierro colgadas en las fachadas. Era Nueva York.

En el sueño, ella era más joven. Vivía en un piso húmedo, con las paredes manchadas y muebles viejos. Trabajaba en una fábrica textil, las manos en carne viva de repetir los mismos movimientos.

Y tenía un bebé. Ojos verdes y grises, rubio, precioso. Lo acostaba en un cajón, sobre una manta roja ya deshilachada. Junto a él, apoyado en la pared, había un espejo ovalado, de madera astillada, con una grieta arriba a la derecha. El niño se entretenía golpeando el suelo y riéndose al mirarse en el espejo.

Cada mañana ella tenía que irse y dejarlo solo. Cerraba la puerta despacio, contenía la respiración en el descansillo, y luego corría hacia la fábrica con el corazón encogido.

Un día se olvidó de cerrar la ventana.

Al volver, el espejo estaba torcido, la manta colgando de un clavo. La ventana abierta. Se asomó: un hilo rojo descendía hasta perderse en la calle. Bajó de golpe, saltando escalones. El niño estaba tendido en el asfalto, sin vida.

El sueño seguía. La culpa. El psiquiátrico. Las noches sin luz. Y el suicidio.

Se despertó empapada, llorando. Podía llamarlo pesadilla, pero no era como las demás, era demasiado real.

Y volvió. Una noche tras otra. Siempre el mismo lugar, siempre el espejo y la manta roja. Pero cada vez cambiaba un detalle: la manta se enredaba en la barandilla, el bebé lloraba en lugar de reír, el espejo parecía más grande, más cerca. El final nunca cambiaba. La caída. El golpe.

De día intentaba quitarle hierro. Me mandaba mensajes llenos de bromas, como si pudiera reírse de todo. Pero en persona era distinto. Se le notaba en el cuerpo. A veces bajaba la voz sin motivo. O se callaba de golpe y se quedaba mirando al niño. Una vez lo tuvo en brazos y él, en un instante, se le encajó en el pecho como si encajara ahí desde siempre. Ella se puso rígida y lo devolvió enseguida, demasiado rápido.

Yo quería pensar que eran tonterías, que era una racha rara. Pero cada vez que la veía con Santi, me recorría un frío difícil de explicar.

Un día vino a casa. Santi estaba en el suelo, rodeado de ceras. Dibujaba concentrado, muy serio, como si supiera exactamente lo que hacía. Terminaba un trazo, ladeaba la cabeza, me miraba y decía:
—Mira, papi.

—Qué bonito, sigue así —le contestaba yo.

Y él seguía.

Sonia se agachó a ver el dibujo. En la hoja había un edificio con una escalera. Dentro un óvalo irregular, con una grieta arriba a la derecha. Se quedó rígida. Lo reconoció al instante. Era el espejo. Y dentro, una figura de pelo largo y negro. Un dibujo torpe, infantil, pero reconocible.

Le temblaron las manos al coger la hoja. No era un simple garabato. Era el espejo de sus sueños. Y en esos trazos había algo que le resultaba demasiado familiar.

Santi estiró los brazos, protestando:
—Mío, mío, dame.

Ella se lo devolvió.

Pero él no había terminado. Cogió una cera roja y dibujó una línea que salía de la mujer en el espejo, atravesaba el marco, bajaba la escalera y llegaba hasta un pequeño muñeco con ojos verdes y los brazos abiertos: él mismo. En medio de la línea hizo un nudo.

—Así, juntos —dijo con naturalidad, sin dejar de mirar a Sonia sonriendo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.