Fue otra noche insomne, buscando en vano información confiable sobre hechizos y esas cosas. Me di por vencida una hora antes del amanecer y dejé una nota para Susan en el refri, para que no subiera al segundo piso hasta que yo bajara. Huelga decir que lo primero que hizo esa mañana fue subir a limpiar el dormitorio principal, contiguo al mío. Y como quería aspirar las alfombras, llamó a Mike para que la ayudara a correr todos los muebles.
Así que apenas había dormido dos horas cuando me despertaron unos ruidos como si una cuadrilla de demoliciones estuviera trabajando al lado de mi cama. Agotada, todavía afectada por lo que pasara en el sótano, la voz de Susan bastó para hacerme saltar de la cama, poseída por una furia homicida que hasta entonces ignorara que era capaz de sentir.
Fui al dormitorio principal como estaba, en pijamas, descalza, el pelo revuelto, y desenchufé la aspiradora de un tirón. Susan se volvió hacia mí sorprendida.
—¿No viste la nota que te dejé? —la increpé.
—Buenos días, señorita Garner. Sí, la vi. Pero hoy es miércoles, y los miércoles toca limpiar esta recámara.
—¿Y eso quién lo decidió? —Mi pregunta pareció desconcertarla y yo no estaba de humor ni para darle oportunidad de disculparse—. Fuera —ordené apuntando al corredor.
—¿Perdón?
—Ésta es mi casa y te estoy diciendo que te largues. Así que lárgate.
Se envaró y me miró de arriba abajo ofendida, como si el actito le hubiera funcionado antes.
—Usted no es quién para darme órdenes. Menos que menos de tan mala manera.
—Si no sales de mi casa en este mismo momento, estás despedida.
—Yo no trabajo para usted: trabajo para la familia Blotter.
Mala idea, decir eso, porque los Blotter apenas la dejaron terminar antes de dar su opinión: la aspiradora se encendió a pesar de estar desenchufada, las pesadas puertas del ropero se abrieron con violencia y la temperatura descendió diez grados en pocos segundos.
La enfrenté alzando las cejas burlona. —Ah, ¿sí? —Volví a señalar el corredor—. Fuera, y no te atrevas a regresar a la mansión sin mi permiso. De ahora en más tendrás que seguir mis reglas si pretendes conservar tu empleo. Piénsalo, porque ésta fue tu última advertencia.
Susan salió por piernas. Tan pronto dejó la habitación, la aspiradora se detuvo y la temperatura volvió a subir.
—Gracias —murmuré con una inspiración temblorosa, sintiendo que me ardía el pecho.
De regreso en mi dormitorio, resultó evidente que no podría volver a dormir. Una ducha me ayudaría a terminar de calmarme. Pero mi teléfono tenía otros planes. ¿Trisha? ¿Qué hacía despierta antes de las once? ¿Le había pasado algo?
—¡Hola, Fran! Encontré a alguien que puede ayudarte.
—¿De verdad?
—¡Sí! Una médium que me recomendaron tres sensitivas distintas. Al parecer, es la bruja que consultan todas las brujas de Boston. Hablé con ella y me cayó muy bien. Ya te paso su número. Espera tu llamada.
—¡Gracias! Te debo una, amiga.
—Un fin de semana en tu casa embrujada nos dejaría a mano.
—Contigo siempre hay una trampa.
—Oye, si esta médium te ayuda, me lo habré ganado.
—Tienes razón, pero primero tengo que hablar con ella.
—¡Mantenme al tanto!
Fui a ducharme sintiéndome más animada. Mientras me vestía volví a escuchar ruidos en el dormitorio principal. Suponiendo que sería Mike reacomodando los muebles, de camino a la escalera me detuve ante la puerta abierta.
—¿Mike?
—¿Sí? —respondió el casero desde el primer piso, al mismo tiempo que un taburete cruzaba la habitación para ir a detenerse junto al sillón frente a la ventana. Todo estaba de vuelta en su lugar de siempre.
—Oh, genial, muchas gracias.
Abajo encontré a Mike aceitando las bisagras de la biblioteca, y me saludó como si no hubiera amenazado con despedir a su esposa.
—Buenos días, señorita. Avíseme cuando quiera que vuelva a poner los muebles de arriba en su lugar.
—No hace falta, gracias —sonreí dirigiéndome a la cocina. ¿Me había escuchado llamarlo pero no había oído los ruidos en el segundo piso?
Trisha ya me había enviado el número de la médium, y estaba demasiado ansiosa para llamarla después del desayuno, así que la llamé mientras cocinaba. Me sorprendió que atendiera en video llamada, aunque aprecié la oportunidad de observarla.
Amy Taylor tenía unos cuarenta años, ojos grandes y brillantes en la cara redondeada, cabello oscuro por los hombros y una manera animada de hablar que me recordó a una maestra de preescolar. Apenas me presenté, asintió con una gran sonrisa.
—Sí, tu amiga Trisha me contó sobre… —Su sonrisa se desvaneció—. No sobre esto. No estás sola, Francesca.
—¿Los ve? —pregunté sorprendida—. ¡Genial! Eso facilita las cosas.
—¿Tú también puedes verlos?
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Editado: 22.07.2023