Haunter 1 - La Sombra del Cazador

Salvia Blanca

Trisha soportó la limpieza sin chistar, a pesar que tardé mucho más de lo que le hubiera llevado a Amy. Abrió los ojos con una sonrisa serena que nunca le viera, sin prestar atención a los mechones húmedos que se le pegaban a las sienes y las mejillas. Le tomamos ambas manos para ayudarla a incorporarse en silencio, aguardando que hablara.

—Podría irme flotando —dijo, y parecía brillar en la luz del sol que entraba por las ventanas de la cocina—. Pero mejor duermo una siesta.

—Tienes una hora para descansar —asintió Amy.

El abrazo de Trisha me tomó por sorpresa.

—¡Gracias! —me susurró al oído, y se fue con un andar plácido que me dejó boquiabierta.

—¿Ése es el efecto? —pregunté con curiosidad.

—Si ya estás limpia, esto armoniza tus centros energéticos y te quita el stress. —Amy tomó la jarra de vidrio para ir por más agua—. Tu turno, Fran. Lo tuyo tomará un poco más, porque luego de limpiarte quiero protegerte con salvia, para que estés a cubierto de sus parásitos.

Fue mi turno de arrodillarme, cerrar los ojos y concentrarme en respirar lento y profundo. Me llevó sólo un par de minutos comprender por qué Trisha se sentía tan liviana. Era como quitarme una tonelada de rocas de la espalda, que yo ni siquiera sabía que me agobiaban. El agua tibia resbalaba por mi cabeza y mi pecho como una caricia afectuosa, que me hacía sentir tranquila y contenida.

Demoré un minuto en abrir los ojos. Cuando lo hice, vi que Amy encendía un atado de salvia y toda la paz y la armonía se fueron al garete.

—¡Aguarda! —exclamé—. ¿Y Kujo? ¿Podré acercarme? En este momento no puedo permitir que nada me impida estar con él.

Amy frunció el ceño, pero volvió a sonreír de inmediato.

—Ya regreso —dijo con un guiño, y vi sorprendida que se encaminaba al sótano con la salvia humeando—. Oye, Kujo, ¿esto te afecta? —la oí preguntar—. Fran precisa protección para tratar con Price. —Hizo una breve pausa—. Excelente. Fran se alegrará cuando se lo diga. —Amy subió a paso rápido, con su sonrisa y su humo—. Lo repele un poco, pero apenas supo que era para tu protección, dijo que podía soportarlo. —Rió meneando la cabeza—. ¡Debería empezar a tomar notas para escribir un libro sobre ustedes dos!

Así que me ahumó, dejándome apestosa, con los ojos llorosos y tosiendo como loca.

—Ve a ducharte mientras preparo el almuerzo. Evita vestirte como un atado de heno, porque precisarás libertad de movimiento.

—Sí, mi capitán.

Un par de horas después, sin ningún otro suceso extravagante, cruzamos las tres el jardín para llamar a la puerta de la casa de huéspedes. Isaac nos invitó a entrar ya vestido de blanco de pies a cabeza, tal como Amy pidiera, pantalones de lino y una túnica corta.

—¿Dónde lo haremos? —inquirió.

—En la sala —respondió Amy.

—Ven —terció Trisha—. Preparemos todo.

Los dejamos moviendo muebles y continuamos hacia la cocina. Llenábamos de agua caliente dos jarras de vidrio cuando oí pasos que bajaban la escalera, para venir a detenerse ante la puerta abierta a mis espaldas. Preferí no mirar, por temor a volver a quedar paralizada y babeando como una idiota, tal como me ocurriera horas atrás en el jardín.

—Eso no es blanco —objetó Amy.

Tuve que mirar. Aprovechando la loza radiante, Price iba descalzo. Vestía unos pantalones playeros blancos a la cadera y una camiseta blanca de mangas largas. Con un dragón gigante en negro y rojo cubriendo todo el frente.

—Claro que es blanco —replicó contrariado, mirando y tocando la pechera de la camiseta.

Al parecer, la preparación personal de Amy para la limpieza incluía no estar como perro y gato con él, porque le obsequió una risita burlona al encaminarse hacia la sala con una de las jarras.

—Bien por ti, Brandon. Tendrás oportunidad de lucir esos bonitos abdominales.

Price me miró ceñudo, como si fuera mi culpa, y fue tras ella.

—No me pescaré un resfriado porque no te gusta el diseño —lo oí protestar.

Tomé la otra jarra y los seguí riendo por lo bajo.

Isaac y Trisha hacían buen equipo. Ya habían corrido todos los muebles y enrollado la alfombra. En el centro de la habitación, habían cubierto el piso con un tapiz blanco que Amy trajera, del tamaño de una sábana matrimonial, con el símbolo del loto de mil pétalos pintado en el centro con colores pastel.

Cuando llegué de la cocina, aprontaban dos cámaras en trípodes para filmar todo lo que estuviera por ocurrir. Price seguía buscándole pelea a Amy, que me dirigió una mirada elocuente cuando le entregué la jarra. Así que me volví hacia él, cuidando que mi sonrisa fuera breve y cuan distante pudiera.

—¿No tiene algo completamente blanco para vestir en lugar de esta camiseta? —pregunté con suavidad.

—No —gruñó—. Traje tres iguales.

No tenía idea qué parásito se alimentaba de sus berrinches de niñato malcriado, pero estaba segura que el bicho debía estar dándose un festín.

—¿Isaac no podría prestarle algo?




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