CAPÍTULO 7
La manipuladora
―Necesitas salir de la casa ―concluye Daya, mirándome con miedo y angustia arremolinándose en sus ojos sabios. Le acabo de contar sobre la visita de mi madre ayer.
Por la expresión de su rostro, puedo decir que está realmente asustada
por mí.
―Necesito terminar este manuscrito ―argumento, mis pensamientos se desvían hacia el enorme agujero de la trama en el que he caído. No parece importar cuántas veces presione la proverbial Alerta de vida: no puedo levantarme. Tendré que desplegar mi pizarra y notas adhesivas para trazar la trama esta noche, para poder descubrir cómo resolver el problema de una vez por todas.
A veces desearía poder simplificar mis libros y dejarlo todo, pero entonces no tendría la cantidad de lectores que tengo.
―Uh-uh ―dice Daya, sacudiendo la cabeza hacia mí―. Prepárate.
Vamos a tener una noche de chicas.
Me desplomo, la pizarra y las notas adhesivas hacen puf. Pero no discuto. Soy una autora independiente, así que publico cuando estoy lista para hacerlo. Apenas me pongo plazos porque la presión suprime mi creatividad. No puedo escribir cuando estoy demasiado angustiada
como para terminar el libro en un momento específico. Y por muy buenos que sean mis lectores, siempre existe la presión de publicar el próximo libro.
Por supuesto, Daya lo sabe y ahora maneja este conocimiento como un arma.
Maldita.
Gimiendo, dejé que me empujara escaleras arriba y me metiera en mi habitación, mis ojos inmediatamente encontraron el espejo y el cofre; siempre parecen hacer esto después de descubrir lo que realmente sucedió aquí.
Ahora esas dos piezas se sienten como faros en la habitación, mirándome como si dijeran sé quién la mató.
No importa que les haya puesto un poco de pintura negra. El centro sigue siendo el mismo.
Las paredes y el piso ahora son de roca lisa y negra, con techos blancos y grandes alfombras blancas para iluminar la habitación. También instalé un sistema de calefacción en los pisos. De lo contrario, el levantarse en medio de la noche para orinar y pisar el suelo helado sería un castigo cruel e inusual.
Había decidido que amaba tanto los candelabros en el pasillo que también quería algunos en mi habitación. Colocados artísticamente en la pared contra la que estaba mi cama, rodeando una enorme y hermosa obra de arte de una mujer.
Justo enfrente de la puerta del dormitorio estaba mi parte favorita: el balcón. Las negras puertas dobles se abren a una terraza que da al acantilado. Tiene una forma de hacerte sentir pequeña e insignificante cuando estás frente a una vista tan hermosa como esa.
Toda la casa ha sido modernizada, aunque conservé la mayor parte del estilo original. Los candelabros, los pisos a cuadros, la chimenea de piedra negra y los gabinetes negros, solo por nombrar algunos. Pero lo
más importante es que me quedé con la mecedora de terciopelo rojo de Gigi.
Vivo en una casa gótica victoriana de ensueño.
―Vamos a hacerte lucir sexy y encontrarte un hombre delicioso para
llevarte a casa esta noche. Y si el acosador llega, también puede matarlo.
Pongo los ojos en blanco.
―Daya, es difícil encontrar un hombre en estos días que incluso pueda coger bien. ¿Crees que voy a encontrar un hombre que además matará en mi honor? Eso es lindo.
―Nunca se sabe, cariño. Han sucedido cosas más locas.
El bajo que sonaba a través de los altavoces vibraba por todo mi cuerpo. Mis jeans negros ajustados y rotos se adhieren a mis curvas, y la blusa roja sin mangas de corte bajo y profundo muestra mi amplio escote
junto con las pequeñas gotas relucientes de sudor entre mis pechos.
Hace más calor que el saco de bolas de Hades, y el alcohol que corre por mis venas no ayuda.
Durante una hora, Daya y yo nos quedamos juntas y bailamos. Las dos nos separamos brevemente para bailar con algunos hombres, pero tiendo a cansarme de las manos que tantean rápidamente y siempre encuentro el camino de regreso con mi mejor amiga.
De repente, una presencia pesada se agolpa en mi espalda, sus manos se deslizan alrededor de mi cintura y se presionan más cerca. Un olor a menta verde y whisky invade mis sentidos justo antes de sentir su aliento en mi oído.
―Eres hermosa ―susurra, su chicle de menta picando mi nariz ahora que está más cerca. Arrugo la nariz y giro la cabeza para ver a un hombre alto y atractivo inclinado sobre mí.
Tiene cabello rubio rojizo, bonitos ojos azules y una sonrisa asesina.
Justo mi tipo. Sonrío.
―Vaya, gracias ―respondo dulcemente. Las situaciones sociales casi me envían a la hibernación, pero siempre he sido hábil para coquetear. Lástima que la mayoría de las veces no soporto hacerlo.
Los hombres tienen una forma única de matar mi estado de ánimo cada vez que me acerco a tres metros de ellos.
―Sube las escaleras conmigo ―grita por encima de la música. Su voz no es agresiva de ninguna manera, pero tampoco es una pregunta. Es una demanda que deja poco margen de discusión.
Me gusta eso. Arqueo una ceja.
―¿Y si no lo hago? ―pregunto.
Su sonrisa se ensancha.
―Te arrepentirás por el resto de tu vida.
La otra ceja se une a su gemela, subiendo hasta la mitad de mi frente.
―De verdad ―digo recatadamente―. ¿Qué tipo de planes tienes para mí que lamentaré haberme perdido por el resto de mi vida?
―Del tipo que te deja desnuda y saciada en mi cama.
―Perra, vamos ya ―interrumpe Daya. Mi cabeza se vuelve hacia ella, pero siento que los ojos del hombre se detienen en mi rostro, acariciando mi mejilla como una pluma que recorre la piel.
Daya está de pie frente a nosotros, agitando la mano con impaciencia hacia las escaleras que conducen al segundo piso. Debe haber estado escuchando a escondidas, y no parece avergonzada en lo más mínimo.
Editado: 02.12.2024