Hecha de Estrellas

3. Tártaro

Rock Valley era una ciudad tranquila con una ligera capa de contaminación en Pensilvania. Me crie en uno de los barrios más calmados, donde la basura parecía desaparecer por arte de magia, con buenos vecinos y barbacoas los domingos. Todo lo contrario a la calle a la que me dirigía, donde los niños no jugarían de noche sin el chaleco antibalas. El autobús me dejó en una parada cubierta de penes dibujados con espray y el techo blanco por la nieve, había imbéciles tanto en mi instituto como en ese sitio. 

     El viento sopló y se me clavó en los huesos. Estaba nevando, copos de nieve caían en montones que parecían de algodón. Caminé con pasos recelosos y con las manos en los bolsillos del cárdigan con estrellas. Busqué entre los numerosos letreros luminosos que anunciaban la entrada a los diferentes bares y clubes de señoritas muy dispuestas a todo. Apenas me había movido por la zona antes de esa noche y mucho menos entrado en uno de esos locales con olor a alcohol, tabaco y sexo sucio (no me preguntes cómo lo sé). Encontré un cartel con una barca, un esqueleto remando y un letrero con letras neón algo fundidas que ponía ¨TÁRTARO¨, justo en medio de lo que parecía un estudio de tatuajes y una tienda de armas.

     Noté un escalofrío que me recorrió la columna de arriba abajo, justo como cuando estás a punto de hacer algo muy estúpido y el cuerpo te avisa de que huyas. Puede que fuera por el frío. 

     «Un punto extra en biología», me recordé mi recompensa si lo lograba.

     No quería sentirme nerviosa, pero se hacía tarde y debía volver pronto a casa con un trabajo terminado. Fui hacia la pequeña entrada, donde había un tipo grande vestido de negro custodiando la puerta. Poseía la envergadura de un oso, supuse que era un segurata.

     —Prohibido la entrada a menores.

     «Sí, hoy no se puede poner mejor», me equivocaba.

     —Tengo 18.

     —Y yo soy Santa Claus, vuelve a la guardería —dijo colocándose delante de la puerta.

     Gruñí y tuve que sacar mi carné. El grandullón enarcó una ceja e imité su gesto. Al final, se apartó para que yo pasara. Añadí eso a la lista de decepciones que había pasado ese día.

     Entré en el bar y lo primero que me encontré fueron unas escaleras oscuras que parecían descender hasta el mismo averno. No sé cómo logré poner un pie delante del otro y bajar cada escalón sin caerme. Debajo del cartel luminoso estaba un bar con estilo motero, cuya clientela eran hombres rudos tatuados siendo atendidos por camareras con camisetas que dejaban ver sus grandes encantos. Para mí, eso era una madriguera de lo pecaminoso, donde los pies se pegaban al suelo. Ese sitio olía demasiado a nicotina y a peligro. Yo destacaba más ahí que un unicornio rosa.

     Observé el lugar y un cabello rojo sangre captó toda mi atención. William Wolf se inclinó sobre una gran mesa de billar, a punto de intentar un tiro complicado. Entre sus labios había un cigarrillo encendido. Supuse que él prefería el billar y el tabaco a una buena valoración del profe, pero yo no. Llevaba un vaquero oscuro que marcaba su figura atlética y una camiseta negra con una carita sonriente amarilla, aunque los ojos eran cruces y la boca estaba retorcida y con la lengua afuera.

     Golpeó la bola blanca y tuve tiempo para detenerla, evitando así que anotara. Él alzó la cabeza y clavó su mirada en mí.

     —Holi, Wolf —le saludé sosteniendo la bola en la mano—. ¿Te acuerdas de mí?

     Parecía sorprendido, aunque curioso. Vi que las comisuras de sus labios se curvaban hacia arriba.

     —Me suenas de algo —respondió enderezándose y se quitó el cigarrillo de la boca—. ¿Te follé hace mucho tiempo?

     Puse los ojos en blanco, no me había puesto las cosas fáciles antes y tampoco lo haría ahora. Me tragué el enfado, no iba a perder el control.

     —No, soy tu compañera a la que has colgado —le recordé, pero eso sonó más débil de lo que quería.

     —Ah sí, ya me acuerdo —dijo moviéndose a un lado con el taco aún en la mano—. Bienvenida al infierno. La cobertura aquí no es muy buena.

     —Claro... —murmuré y saqué la carpeta rosa donde guardaba el folio con el informe—. Podemos empezar ahora el trabajo y seguro que terminamos antes de las diez.

     Se colocó en posición y buscó el ángulo para golpear otra bola. Fui ignorada. Empecé a dar toquecitos con el pie, mi horario se había visto afectado y tendría que llamar a papá para avisar de que llegaría tarde a cenar.

     —¿Solo sabes hablar de trabajo? —Disparó y la bola golpeó a la otra mecánicamente, rodando hasta caer en uno de los agujeros de las esquinas.

     —Vine aquí por algo, no es la primera vez que Anderson rechaza un trabajo por problemas de equipo. Y además, no quiero llegar muy tarde a casa.

     Wolf se colocó justo a mi lado y tuve que mirar hacia arriba, muy arriba. Vale que yo siempre he sido pequeña, pero es que él era enorme. Reconozco que su altura me intimidó y su mirada me congeló. Era como estar junto a una pantera que muestra los colmillos.

     —¿Y cuándo te he dicho que vaya a hacerlo? Solo te dije que estaba aquí y tú viniste —contestó con malicia—. Incluso pensé que una niñita como tú, jamás se atrevería a venir.

     Golpeó mi ya tocado orgullo. Tenía el don de enojarme como nadie y no iba a dejar pasar por alto esto. Estaba en un local de mala muerte, rodeada de tipos con posibles antecedentes penales, discutiendo con un idiota guaperas y encima pretendía burlarse de mí.

     —¿A qué te refieres con eso de una niñita como tú? —pregunté colocando las manos en las caderas—. Primero, tenemos la misma edad. Segundo, no me conoces.

     Llevó el cigarrillo a sus labios y dio una última calada antes de exhalar directamente a la cara. Cerré los ojos, el humo chocó con mi rostro y el desagradable olor a tabaco me inundó la nariz.




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