Will
—¿Dónde está mi sujetador negro?
Vanessa se echó a un lado el cabello rubio. Era morena la última vez que estuvo allí y recordé que su sujetador acabó volando por algún sitio del salón.
—En la secadora, lo lavé.
—¿Para qué lo lavas si estaba limpio? —me reclamó.
—Tampoco era necesario que la insultes y aun así lo hiciste —dije mientras ella entraba en la cocina—. Has sido una cabrona.
Vi como sus ojos se ponían en blanco y se agachaba para abrir la secadora. Yo me apoyé en el marco de la puerta, mirándola y recordando lo que acababa de decir. Solo conocía una parte de la historia, pero fue suficiente como para dejarme pensando en el rostro de Evans al borde de las lágrimas, entrando en el baño avergonzada y dolida. Reconozco que no me esperaba lo que dio a entender Vanessa.
—No haberla invitado. —Sonó infantil y molesta sacando el sujetador de la secadora.
Sonreí, se había enfadado y estaba celosa.
—Dijiste que te daba igual y yo invito a quien quiero. —Se puso en pie con el sujetador aún en la mano—. Aurora puede entrar en mi casa.
—¿Y en tu puta cama?
—Claro. —Me incliné un poco hacia ella.
Imaginé que se enojaría más todavía, me lanzaría el sujetador y luego me besaría como había hecho otras veces cuando discutimos. Vanessa es como una bomba, azufre y nitroglicerina a punto de estallar. Sin embargo, se rio cínicamente.
—En serio, esto es ridículo. ¿Qué has visto en ella? Si buscabas una virgen, no lo es aunque se comporte como una.
A eso lo llamo yo un golpe bajo, como apalear algo que ya está muerto.
—Me da igual eso. ¿Quieres que no vuelva a salir con nadie? ¿Esperarte como un gilipollas mientras tú estás con ese idiota del tutú?
Salí de la cocina, sabiendo que ella me estaba siguiendo, cabreada. Evans no había salido del baño, supuse que estaba esperando a que Vane se marchara así que no le di importancia. Creo que a nadie le gusta que su némesis, quien le hizo derramar lágrimas, esté presente.
—Ella no sabe nada de ti —dijo Vane tocándome el hombro desnudo y colocándose frente a mí, aunque más cerca—. Nunca va a entender nada.
Su mano acarició una vieja cicatriz. Ambos compartíamos marcas que solo el otro sabía. En ese momento, teniéndola a tan solo medio metro de mí, el peso de tanto tiempo sin tocarla pesaba demasiado.
—¿Lo dejarías por mí? —mi mano acabó en su mejilla, obligándola a mirarme.
Ella parecía tener una batalla en su cabeza, sin saber bien qué decir a continuación.
—Quizás lo haga. —Tomó mi mano con la suya y la apartó—. Tengo que seguir ensayando.
Esa respuesta fue suficiente para lograr encender algo en mí. Más calmada, Vanessa metió el sujetador en su bolso y recogió algunas de sus cosas que fue dejando con el paso del tiempo en mi apartamento. A Káiser no le caía muy bien ella, así que tenía que estar vigilándole para que no se acercara demasiado. La acompañé a la puerta y cuando se despidió, me besó en la comisura del labio.
—Luego te llamo. —Sacó el sujetador y dijo—. Quédatelo por si vuelvo esta semana.
Sonreí aun más. Siempre se me han dado bien los juegos y realicé una apuesta tremenda ese día, pero supe que Vane no dejaría pasar esto. Evans aún no salía del baño. Creí haber ganado hasta que me di cuenta de las consecuencias de mis actos. Cerré, entré, lancé el sujetador sobre la mesa y escuché como Káiser ladraba a la puerta del baño. Cogí la camiseta del suelo y me la coloqué, ya la había sonrojado bastante.
—El tiburón Vanessa se ha ido —dije en voz alta.
No obtuve ninguna contestación. Káiser se puso a dos patas, rascando la puerta y ladró de nuevo.
—Oye, me siento estúpido hablando con una puerta —dejé escapar un suspiro—. Voy a entrar, ¿vale?
Abrí la puerta, pensando que me la encontraría sentada sobre el retrete, llorando y con un trozo de papel en la nariz. Era algo parecido solo que peor, estaba sentada en el suelo con la espalda apoyada contra la pared mientras se abrazaba las piernas. Me agaché para poder ver qué le pasaba y escuché como su respiración era irregular, temblaba de arriba abajo y ni se inmutó de que yo estaba en el cuarto de baño.
—Oye, estoy aquí. ¿Qué ocurre?
—No..no p..uedo respirar —sollozó.
—¿Puedes mirarme?
Logró alzar el rostro. Se veía asustada, roja e hiperventilando. Dios, estaba teniendo un ataque de pánico delante de mí. Respiré hondo y pasé una mano por mi rostro, intentando pensar qué hacer en una situación como esa o lo que a mí me hubiera gustado que hicieran.
—Lo que estás sintiendo es aterrador, pero es normal y va a pasar —hablé en un susurro.
—Me voy a morir —articuló llorando sin dejar de jadear.
Empezó a hacer esos horribles sonidos ahogados mientras sollozaba. Si no paraba de hacer eso, se empeoraría.
—Voy a ayudarte —le advertí agarrando una de sus manos.
Ella me miró desconcertada, aunque me permitió colocarle la mano sobre el abdomen.
—Inhala profundo y haz que tu mano suba. —Hizo el esfuerzo, pero negó con la cabeza—. Puedes, solo inténtalo.
Ella lo volvió a hacer aunque esta vez, su mano logró subir despacio.
—Mantenlo ahí un momento, así. Ahora, lentamente, exhala. Muy bien. Otra vez, inhala.
Era un ejercicio sencillo de respiración con instrucciones fáciles que supo realizar sin muchos inconvenientes. Con cada inspiración, su cara mejoraba poco a poco hasta que recuperó algo de compostura. Los sonidos y jadeos no cesaban, pero el miedo empezaba a reducirse.
—¡Lo siento! —Llevó ambas manos a su cara y me di cuenta de que era culpa mía.
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Editado: 25.09.2023