Hecha de Estrellas

26. Confesiones

El mundo había dado una voltereta.

     Will se alejó unos metros, estaba hablando con alguien por el móvil mientras daba algunas caladas a un cigarrillo. Yo me senté sobre el capó, sin poder mantener los ojos abiertos. Acababa de vomitar delante de él. Me daban ganas de saltar el quitamiedos, rodar colina abajo, abrirme la cabeza y que mi cerebro volase hasta el infinito y más allá.

     Por suerte, llevaba una botella de agua en el bolso a temperatura natural aunque eso era mejor que tener la boca con restos de vómito. El sabor ácido no se marchaba, al igual que los temblores y el sudor frío por la adrenalina. Apuré lo que quedaba de agua y Will se acercó a mí. Esperé que me mirara con asco, pero en su lugar parecía casi preocupado.

     —¿Cómo estás? —me apartó el cabello de la cara.

     —Como si acabara de vomitar —me encogí de hombros, avergonzada.

     Sus labios se alargaron hacia atrás. Metió la mano en su bolsillo, sacó el paquete de menta y me lo ofreció. Eso me relajó un poco, tomé un caramelo (cinco calorías) y me lo metí en la boca, se me quedó ardiendo como el infierno e hice una mueca. Entre lo que devolví, lo acelerado que tenía el metabolismo por el estrés y la coreografía del Lago de los Cisnes, creo que me había ganado el derecho a quitarme el mal aliento.

     —Gracias —agradecí, todavía me quemaba la lengua—. ¿Has llamado a la policía?

     —Alguien se está encargando de investigar esto —me aseguró dando una calada—. Ha dicho que por ahora, estamos a salvo.

     —¿Ese alguien quién es? ¿No es más fácil denunciar lo que ha pasado en la comisaría?

     —Te aseguro que no —era como un perro que se negaba a soltar un hueso—. ¿Puedes subir al coche?

     —Sí... puede, quizás... —me imaginé de vuelta en el auto y mi estómago protestó—. No, definitivamente. Qué extraño, aguanto bien en la montaña rusa.

     Observé sus ojos negros, fríos como el ónice pulido aunque sin rastro de ese tono de asesino serial. Que Will no me siguiera una broma era una señal muy preocupante. No lucía su típica sonrisa ladeada, ni aquella horrible expresión de cuando estuvo a punto de bajar para hacerles dios sabe qué a los motoristas que nos persiguieron. De pronto, todas las advertencias que recibí sobre él aparecieron en mi cabeza: Vanessa en el vestuario, los mensajes de Peter e incluso el propio William en el instituto. Siempre pensaba que todo era un montón de exageraciones, pero en ese instante había visto el peligro.

     No iba a pasar por alto al gran elefante rosa de la habitación. Las puertas del Volvo estaban llenas de abolladuras, los laterales, raspados. En algunos puntos había saltado la pintura plateada y faltaba un retrovisor. De no ser por lo mal que me encontraba, le habría insultado por ser un loco temerario que casi atropella a inocentes y nos puso en riesgo a ambos. ¿Es que nadie piensa en los repartidores de pizza?

     —¿Sabes quiénes han hecho esto? —fui directa al grano.

     —Pueden ser muchas personas. Unas peores que otras —contestó serio y críptico, no me había respondido realmente.

     —Empezaba a pensar que todos esos rumores eran falsos —confesé un poco más recuperada, el sabor a menta me despejó.

     —Muchos lo son, como que golpeo bebés, la mafia siciliana o la habitación donde guardo los cuerpos —explicó y soltó un poco de humo, ¿cómo algo tan insano lo podía hacer ver tan sexi?—. Pero unos cuantos son ciertos.

     —¿Por ejemplo?

     Hizo una pequeña pausa y pensó antes de contestar.

     —Sé utilizar un hacha.

     No pude evitar reír, temiendo que eso torturara a mi pobre esófago.

     —Ese es nuevo —me recogí el cabello en una coleta, esperando que el aire fresco me ayudara a secar el sudor—. En serio, ¿vas destrozando coches?

     —Una vez, pero en mi defensa diré que se lo merecían —apuró el cigarrillo hasta consumirlo—. Unos cabrones intentaron hacerle daño a Heather. Yo era menor en ese momento, así que los encontré, les rompí todas las ventanas de sus coches y luego, les expliqué cariñosamente que nadie toca a las personas que me importan.

     Will se apoyó contra el capó. Mis piernas lucían ridículamente cortas a su lado, los pies me colgaban sin llegar a tocar el suelo.

     —¿Cariñosamente es 'partiendo huesos'? —me puse el gorro de detective—. ¿Eso es lo que ibas a hacer a los motoristas que nos perseguían?

     —Pretendía coger a uno, quitarle el casco, preguntar un par de cosas y luego, mostrarles qué pasa si me buscan. Evans, sé que ahora te doy miedo. Estás sentada al lado de un monstruo, pero no ves las cosas como yo. Para mí, eso era lo más lógico en esta situación.

     Imaginé que no sabía quienes nos atacaron y destrozaron su coche, dejándolo con esa duda y ganas de extraerles la información a base de golpes, pero yo nunca habría recurrido a la violencia por aquello. No sabía qué decir ni qué hacer en aquella situación, estaba desconcertada. Jamás había vivido nada parecido a una persecución. Will tenía esa mirada incómoda que me indicaba que dejáramos ese tema.

     —¿Puedo hacerte una pregunta? —sugerí.

     —Depende de lo personal que sea.

     —Si no es muy personal, deja de ser interesante.

     —¿Así que te resulto interesante? —no sonreía, pero pude apreciar en su tono que ya no estaba tan serio.

     —Me has visto llorar, chillar y vomitar. Merezco un poco de sinceridad —reclamé.

     Esperé su reacción, Will ladeó la cabeza y acabó encogiéndose de hombros. Era suficiente. Podría haberle preguntado si conocía al responsable de los grafitis de Rock Valley, pero era una oportunidad increíble para una duda que me estaba devorando por dentro desde hacía un tiempo. Era preferible conversar sobre ello en lugar de mi reciente vomitona secándose en el pasto.

     —¿Te molesta si pregunto por Vane? —me lancé —¿Qué hay entre vosotros?




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