Hecha de Estrellas

39. Obviedad

Aurora

Sufría de una extraña sensación de tristeza, como si me oprimiera el pecho.

     El bus llegó a la hora prevista, pero decidí no subir para reflexionar mientras paseaba y así tener el cuerpo activo. El ensayo acabó antes de lo previsto, lo que significaba que había ganado unas horas de libertad y no sabía en qué invertirlas.

     Iba al día para los exámenes finales, me despedí de Emily en el aparcamiento y memoricé la coreografía. Entre Peter y yo no había magia, aunque podíamos estar en la misma habitación sin criticarnos el uno al otro. Debería haber llamado a Luke para visitarlo o a Dominik para saber si quería tener aquella clase privada.

     La nieve que aún quedaba en las calles se había convertido en hielo. Debía andar con cuidado, prestar más atención en el suelo y menos en lo que me rondaba por la cabeza.

     El problema de los noviazgos falsos es que son tan parecidos a los reales que puedes confundirlos. La línea entre lo auténtico y lo fingido estaba desdibujada. Hacen falta años para el amor. Sin embargo, sólo era necesaria una chispa para un encaprichamiento adolescente. Yo creía que era un cliché, una confusión, no amor.

     Cuando me quise dar cuenta, me encontré con la vieja parada llena de penes pintados con spray. Acababa de llegar a la calle más peligrosa de todo Rock Valley, donde un exhibicionista podía asaltarme otra vez.

     No comprendía mis emociones, ni por qué empecé a recordar que Will ensayaba casi todos los días en el Tártaro. Quizás se aliviaría aquella sensación en el corazón si le veía, pero no tenía ninguna razón y no estaba sufriendo una crisis. ¿Así se sentían los adictos?

     Era un poco aterrador lo mucho que deseaba sentarme en uno de esos asientos con tapicería gastada. Caminé con pasos inseguros y dejé atrás mis advertencias o razonamientos. Pasé delante de Harold, el gorila malhumorado que custodiaba la entrada del club.

     —¿Tú por aquí, niña? —me preguntó entre dientes.

     «¿Qué le dirás a Will si te pregunta eso?», cuestionó mi subconsciente.

     —Pasaba por aquí, Santa.

     Hoy en día, me sorprende mi falta de imaginación.

     El tipo hizo un sonido de hastío, pero me dejó pasar sin pedirme el carnet y entré en el Tártaro. Aquel sitio olía como si alguien hubiese prendido fuego al pelo de un hippie. De domingo a jueves, era más un bar para tomar una cerveza rancia que un antro donde seguro que se esnifaba cocaína y polvos de talco mezclados.

     Miré a mi alrededor. Las pocas personas que había eran, principalmente, señores de cierta edad vestidos de negro.

     —Lindos calcetines.

     Volteé la cabeza hacia la derecha y me encontré con un grupo de hombres jugando al billar. Bajé la vista a mis calentadores blancos. Me había puesto una rebeca celeste y una camiseta interior de color algodón de azúcar. Empezaba a cansarme de que el mundo me viera como una niña pequeña. Por otro lado, prefería ignorar a aquellos hombres y pasar de largo sin meterme en problemas con tipos más grandes que yo.

     —¿Aurora? —Alguien me llamó.

     Reconocí esa voz. Me giré con el corazón en un puño, la respiración cortada y el vello de punta. Entonces, me topé con Yin. Estaba delante de mí, con sus gafas de pasta verde y cabello rosado. A juzgar por su rostro, se alegraba de verme. Yo me sentí casi desilusionada.

     —Holi, ¿qué tal? —Fabriqué una sonrisa lo más rápido que pude.

     —Hemos terminado un ensayo —me explicó—, estrenamos una canción mañana. ¿Qué te trae por el séptimo mejor bar de la ciudad?

     Yo era una persona en un club mugroso y con intenciones dudosas que ni ella misma se aclaraba. Nada sospechosa. Además, tampoco era tan extraño que una chica viera a su novio ensayar... aunque fuera falso.

     —La verdad es que no planeaba venir, pero resulta que me pillaba de paso. —Me ponía más nerviosa a medida que iba hablaba—. Pensé en entrar y saludar a Will como...

     —¿Una sorpresa? —Las esquinas de sus labios se elevaron.

     —Supongo.

     —Qué linda, pero has venido justo el día que no está.

     Se me cayó el alma a los pies. No estaba teniendo una crisis, para nada. Me había presentado allí con mi cara de imbécil. Me recordaba a las locas que espiaban a los deportistas debajo de las gradas los días de lluvia.

     «Sí que eres estúpida, ¿no pensaste en esto?», me reprendió mi consciencia.

     Me sentía decepcionada tanto con la situación como mi comportamiento. Ser chica, pequeña y llevar rosa no me quitaba lo acosadora.

     —Bueno, en otra ocasión. —me reí nerviosa y encorvé los hombros—. Mejor me voy a casa.

     —Espera, ¿te paso mi número y así me preguntas si está para hacerlo?

     No estaba preparada para hablar con nadie, pero me parecía de mala educación negarme. Así que acepté y se lo agradecí. Yin sacó su móvil, el último modelo de Apple, y nos pasamos los números.

     —Espero que tengas libre el sábado, doy y una fiesta. Sé que a Will la idea de los disfraces no le gusta, pero supongo que sabrás hacerle cambiar de opinión.

     Me guiñó el ojo. Yo no habría contado con ello. Intenté mostrar el menor atisbo de incomodidad en aquella conversación. No estaba teniendo una maldita crisis.

     —¿Es obligatorio llevar disfraz?

     —No te compliques la vida. Voy a ir muy sencillo.

     —Veré qué puedo hacer.

     Hice una risa que sonaba a medio camino de un lamento. Yin quiso acompañarme a la entrada, pero yo me disculpé porque debía entrar en el baño. ¡Que no estaba teniendo una crisis! Solo tenía ganas de sudar por los ojos de manera inexplicable.

     Me recriminé por necesitar un baño para no perder los estribos otra vez. Pensé en cómo me sentí cuando me gustaba un chico y fui anotando mentalmente cada detalle sobre lo que había hecho con Will:




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.