Me quedé paralizada frente a la puerta.
Luna me observaba desde la cama con una cara de: “¿vas a abrir o te hago yo el favor?”
Toc. Toc. Toc.
—No puede ser él… —murmuré.
—Es él —dijo Luna, estirándose toda diva—. Y viene respirando como toro en celo.
—¡¿Luna, puedes NO decir cosas así?!
—¿Quieres que mienta? Porque soy gata, no tu terapeuta.
Otro golpe en la puerta, esta vez más ansioso.
Toc. Toc. Toc.
Peor que eso:
mi muñeca empezó a brillar.
Otra vez.
Como siempre que Leo se acercaba.
—Ay, no, NO. Esto está pasando demasiado rápido —susurré, tapándola con la mano.
—Dile que se vaya. O dile que estás indispuesta. O dile que estoy dormida —dijo Luna—. Cualquier cosa para no dejar pasar a tu “toro”.
—¡Luna, por favor!
Me acerqué a la puerta y la abrí apenas un poco.
Leo estaba ahí, pecho agitado, ojos verdes inquietos, y la marca en su muñeca brillando rosa como un pequeño faro mágico.
—Nara… —dijo entrecortado— ¿Estás bien?
—Sí… no… digo… no sé… ¡NO pases! —solté, bloqueando la entrada con mi cuerpo.
Él frunció el ceño.
—No dejaba de sentir tu angustia. Era como… —respiró hondo— como si me faltara el aire. No podía quedarme quieto.
La marca volvió a encenderse, como dándome una cachetada visual.
—Estás brillando como una luciérnaga alterada —comentó Luna detrás de mí—. Qué dramática.
—¡LUNA, cállate! —le grité sin girarme.
Leo parpadeó.
—¿Qué fue eso?
—¿Qué fue QUÉ? —respondí demasiado rápido—. ¿Eh? ¿Nada? ¿Mi estómago? ¿Un fantasma?
—Un fantasma tuyo, sí —replicó Luna, altísima para que él escuchara—. O un fantasma que respira fuerte en tu puerta.
—¡LUNA! ¡Por favor!
Leo ladeó la cabeza.
—¿Tu gata… está… hablando?
—¡No! O sea… sí… pero no… ¡LUNA, NO VUELVAS A HABLAR!
—Qué grosera —dijo la desgraciada—. Y yo aquí tratando de salvarte socialmente.
Intenté cerrar la puerta, pero Leo la sostuvo suavemente.
—Nara… por favor.
Déjame pasar.
No estoy aquí para hacerte daño.
Solo… —miró su muñeca brillante— necesito entender qué nos está pasando.
Respiré como si inhalar fuera un deporte.
—¿Qué… sabes tú? —pregunté.
Leo dudó un segundo.
No iba a decir demasiado.
Solo lo necesario.
—En mi familia… —dijo lentamente— hay algo de magia.
No como la tuya.
Pero la conocemos.
Sabemos que estas cosas… existen.
Mi corazón golpeó fuerte.
—¿“Cosas”… como vínculos mágicos?
Él asintió.
—Sí.
Como esto.
Luna bufó escandalosamente.
—Ay, por fin admite que no es un humano normal. Ya me tenía aburrida ese olor raro que trae.
—¡LUNAAAAA! —grité.
Leo abrió mucho los ojos.
—Tu gata habló. Otra vez.
—Es… un efecto secundario —dije sin pensar.
—Sí. Secundario a tu existencia, cariño —respondió Luna—. Pero él tiene “algo”. Y huele a… energía escondida. No sé explicar. Pero no es solo humano.
Leo se tensó, incómodo.
Como si eso lo tocara muy de cerca.
—Nara… —dijo en voz baja— no estás sola en esto.
Y no tienes que tener miedo de mí.
La marca brilló.
Intensa.
Cálida.
Yo levanté la muñeca y él hizo lo mismo.
Las luces danzaron entre nosotros.
Luna bostezó.
—Bueno, qué bonito todo. ¿Pueden dejar el drama? Ya me dio hambre.
—¡¡LUNAAA!! —gritamos los dos.
Pero Leo… sonrió.
Por primera vez desde que lo conocía.
—Me gusta tu gata —dijo.
—NO TE ACOSTUMBRES —y cerré la puerta a medias para que Luna no volviera a hablar.