Leo salió de mi habitación despacio, como si tuviera miedo de romper algo que ya estaba roto.
Antes de cerrar la puerta, me miró una última vez.
—Te veo mañana —dijo, pero sonó más a pregunta que a frase.
Yo solo asentí.
Mentir con la cabeza siempre ha sido mi talento secreto.
Cuando la puerta se cerró, Luna saltó encima de mi escritorio.
—Bueno —dijo—. Eso estuvo intenso para ser un martes.
Me dejé caer en la cama como si la gravedad me odiara personalmente.
—No sé qué hacer —murmuré.
—Claro que sabes. Estás haciendo lo que mejor haces: entrar en pánico.
—Luna, no ayudes.
—No estaba ayudando. Estaba narrando.
Rodé los ojos, pero ella tenía razón: estaba en modo colapso total.
La marca en mi muñeca brillaba suavemente, como si respirara.
Como si estuviera viva.
La apagué metiéndola debajo de la almohada.
Spoiler: no funcionó.
Dormí fatal.
Soñé con luces rosas, con sus ojos verdes, con la historia vieja que Luna contó… y con la parte que NO contó.
La peor parte.
Al amanecer decidí una cosa muy sabia:
No ir a la escuela.
No estaba para clases, ni para explicaciones, ni para encontrármelo caminando por los pasillos con esa cara de “vamos a hablar”.
No.
Gracias.
Paso.
Le mandé un mensaje a mi mamá inventando un dolor de estómago épico, y ella me respondió con un:
“Descansa, hija .
Perfec-to.
Me envolví en una manta y me tiré al sillón del salón.
Luna se subió encima de mi barriga como si fuera su trono.
—Así que no vas a ir —dijo, como quien mira un documental de animales.
—No estoy lista para verlo.
—¿O no estás lista para lo que SIENTES cuando lo ves?
La miré mal.
—Cállate.
—Ay, cariño, lo digo con amor felino. Ese chico te revolvió el sistema, la magia y las hormonas.
—¡Luna!
—¿Qué? No soy ciega.
Me hundí más en el sillón.
Entonces sonó mi teléfono.
Leo llamando…
Luna levantó las orejas.
—Uyyy… drama incoming.
Rechacé la llamada.
Tres minutos después, sonó otra vez.
Rechazo.
Cinco minutos más tarde, mensaje:
Leo:
Nara, ¿estás bien? No te vi en clase.
Luna me miró.
—¿Lo vas a dejar en visto? Qué malvada. Me caes bien.
Ignoré los mensajes.
Metí el teléfono debajo de un cojín.
Pero volvió a sonar.
Cuarta llamada.
Quinta.
Sexta.
Cada vez mi pecho se apretaba un poquito más.
Luna se tiró al lado mío, estirando las patas.
—Mira, tú puedes ignorarlo todo el día si quieres.
Pero esa conexión no se apaga. Está latiendo. Y él lo siente.
Tragué saliva.
—No quiero que me sienta.
Luna me dio un manotazo suave en la frente.
—Pues mala suerte, cariño. Eso ya no depende de ti.
El teléfono vibró otra vez.
Y esta vez, sin tocarlo, sin contestar, sin siquiera mirar…
Sentí que mi muñeca brilló un poco más fuerte.
Como si alguien, en otra casa, estuviera llamándome desde algo más profundo que un móvil.
Y me asusté.
Mucho.