Al día siguiente decidí que no podía seguir escondiéndome.
La abuela me había dejado un desayuno enorme, Luna estaba durmiendo panza arriba sobre mi mochila, y yo… bueno, yo estaba tratando de convencerme de que ir a la escuela era una idea normal.
Spoiler: no lo era.
La marca en mi muñeca seguía brillando suave, como un recordatorio constante de que mi vida ya no era normal.
—No mires a nadie raro —me aconsejó Luna antes de que saliera—. Y si ves a Leo… respira. O finge que respiras. Tú puedes.
—Gracias, Luna. Muy útil.
—Soy un pozo de sabiduría, cariño.
Caminé hasta la escuela tratando de ignorar el hormigueo en mi pecho.
Pero en cuanto entré a los pasillos, lo sentí.
Ese tirón.
Su energía.
Como si alguien tocara una cuerda invisible que tenía amarrada a mi pecho.
Y ahí estaba él.
Leo.
Apoyado en una pared, con su mochila al hombro, mirando su celular… seguramente revisando si yo estaba viva después de ignorarlo todo el día anterior.
Iba a acercarme, pero entonces ella apareció.
Una chica.
Perfecta.
Cabello liso, maquillaje impecable, sonrisa brillante.
Se acercó a Leo como si le perteneciera desde hacía años.
Se inclinó hacia él para decirle algo.
Muy cerca.
Demasiado cerca.
Y sentí un pinchazo en el estómago.
O dos.
O veinte.
—Oh, no —murmuré—. ¿Es esto… celos?
El pensamiento me cayó encima como ladrillo mágico.
¿O era la conexión?
¿O… lo estaba empezando a querer?
Mi corazón decidió que ese era un excelente momento para acelerarse sin mi permiso.
La chica se rió por algo que Leo dijo.
Le tocó el brazo.
SE LO TOCÓ.
Algo dentro de mí ardió.
Era como si una pequeña chispa quisiera saltar de mi piel.
La conexión reaccionó.
Lo sentí palpitar en mi muñeca.
Y Leo levantó la mirada.
En cuanto me vio, su expresión cambió.
No sé si a alivio, sorpresa, preocupación o una mezcla rara de todo.
Se separó de la chica como si hubiera tocado una estufa caliente.
Ella lo miró confundida.
Él ya no estaba pendiente de ella.
Estaba pendiente de mí.
—Oh. Dios. —susurré— Esto es real. Esto está pasando. Me voy a desmayar.
Antes de que pudiera huir, Leo caminó hacia mí.
Y mientras más cerca estaba, más fuerte sentía mi pecho apretarse.
La marca en su muñeca brilló un poquito.
La mía también.
Y lo peor… es que no podía dejar de mirarlo.
—Nara —dijo, deteniéndose a un paso de mí— ¿estás bien?
Su voz hizo cosquillas en mi columna.
—Sí… no… bueno… vine. —Lo cual no era una respuesta, pero mis neuronas estaban en huelga.
Él respiró aliviado.
—Ayer… me preocupé mucho. Te llamé porque sentí que—
—Estoy bien —lo interrumpí rápido. Demasiado rápido.
No podía dejar que mis emociones… o la conexión… me traicionaran frente a medio pasillo.
Pero entonces lo sentí.
Una oleada.
Como si una parte de mí quisiera acercarse a él.
Tocar su mano.
O abrazarlo.
O ambas cosas.
Me agarré la mochila con fuerza.
Leo me miró, y sus ojos verdes estaban llenos de… algo.
Algo cálido.
Algo que no sabía si venía del vínculo o de él mismo.
—Me alegra que estés aquí —dijo.
Mi estómago hizo un giro olímpico.
—Yo… también —susurré, sin querer admitirlo.
Detrás de él, la chica perfecta nos estaba mirando con una expresión que decía: ¿Y esta quién es?
La marca volvió a brillar.
Yo respiré hondo para no explotar la linterna del pasillo.
Leo bajó la voz.
—¿Podemos hablar más tarde?
Mi corazón lo escuchó antes que mis oídos.
—Sí… claro.
Él sonrió.
Una sonrisa pequeña, pero real.
Y mis emociones hicieron fiesta.
Yo no sabía si era la conexión…
O mis sentimientos…
Pero lo que sí sabía era esto:
Estaba en problemas.
Muchos.
Y ninguno tenía que ver con la magia.