Mientras yo entrenaba con mi abuela, Leo estaba viviendo su propia tormenta.
No lo supe hasta después.
Pero esa mañana, mientras yo intentaba sostener un círculo de protección que temblaba con cada sombra… él sintió algo.
Y no era mío.
No exactamente.
En su habitación.
Leo estaba sentado en su cama, con los audífonos puestos y un libro en las manos.
Intentaba concentrarse, pero su mente seguía regresando a mí.
A lo que vio en mis ojos la noche anterior.
A mi nerviosismo.
A mi silencio.
Y justo cuando pasó la página… se congeló.
Un escalofrío atravesó su espalda.
Un tirón.
Frío.
Exacto al que yo había sentido en la escuela el día anterior.
Levantó la mirada lentamente, como si alguien lo estuviera observando desde atrás.
No había nadie.
Pero el aire se volvió pesado.
Espeso.
Como antes de una tormenta.
—¿Nara? —susurró sin pensar.
Su marca —la misma que se conectaba con la mía— brilló suave bajo la piel.
Pero esta vez no era cálida.
Era helada.
Leo se levantó de golpe, respirando rápido.
—¿Qué…? ¿Qué es esto?
Se acercó a la ventana.
Nada.
La calle tranquila.
El viento ligero.
Pero esa sensación lo seguía envolviendo, como una presencia apoyada en sus hombros.
—No es ella… —murmuró—.
Esto no viene de Nara.
Y eso lo inquietó más.
Porque él sabía reconocer mi energía.
La sentía como si fuera suya.
Esto… era otra cosa.
El espejo.
Buscando calmarse, abrió su cajón y sacó un pequeño espejo antiguo.
Una reliquia familiar.
Una que, supuestamente, servía para detectar “resonancias” mágicas.
Él nunca lo había usado.
No le gustaban esas cosas.
Le recordaban demasiado quién era.
Pero en ese momento no tuvo opción.
Sostuvo el espejo con ambas manos.
La superficie se empañó sola.
Leo retrocedió.
—Ok… eso no es normal.
Pasó su dedo.
No se quitó.
El vaho seguía allí, como si alguien por dentro estuviera respirando.
Y entonces vio algo.
Una sombra atrás de él.
Apenas un destello.
Se giró rápido.
Nada.
Pero el espejo seguía empañado.
Y en el centro, muy lentamente, apareció una huella.
Una marca.
Como un dedo marcando el vidrio desde adentro.
Leo sintió el corazón golpearle el pecho.
—¿Qué demonios…?
El espejo vibró en sus manos.
Se encendió un segundo.
Y luego se apagó de golpe.
Leo lo soltó, cayendo al suelo con un sonido seco.
Respiraba entrecortado.
—Esto no es normal… —dijo—.
Y si no viene de ti, Nara… entonces…
Tragó saliva.
Cerró el espejo en el cajón.
Y por primera vez desde que me conoció, sintió miedo.
No por él.
Por mí.
Después.
Se vistió rápido y salió de su cuarto.
Su instinto —y la marca que no dejaba de cosquillear— lo arrastraban hacia mi casa.
Como si algo quisiera obligarlo a llegar.
Como si el destino lo empujara.
Porque sea lo que sea que había despertado…
No estaba observando solo a una persona.
Estaba observándonos a los dos.
Y Leo lo sabía.
Tarde o temprano, iba a alcanzarnos.