El entrenamiento con mi abuela me dejó agotada.
Quería descansar, aunque fuera un poco, pero justo cuando me acosté…
toc toc toc
En mi ventana.
Me levanté de golpe.
—¿Leo?
Él estaba allí, con el pecho subiendo y bajando como si hubiera corrido toda la ciudad.
Me miró fijamente.
—¿Estás bien? —preguntó sin saludar.
—¿Qué? Sí… ¿por qué?
—Sentí que estabas mal —dijo con una voz rara, baja, casi temblorosa.
Su marca podía sentirme.
Y él había venido por eso.
—Pasa —susurré.
Entró por la ventana.
Ni una palabra más.
Solo me miró.
Como si buscara una respuesta en mis ojos.
Yo tragué saliva.
—Tú… —respiré hondo— tú también sentiste algo raro, ¿no?
No respondió.
Así que hablé yo:
Le conté absolutamente todo.
La sensación helada en la escuela.
La sombra que me observaba.
La presencia en el pasillo.
Mi sueño del bosque.
El símbolo en el agua.
El susurro en mi oído:
“El destino ya despertó.”
Leo escuchó en silencio.
Sin moverse.
Como una estatua rota.
Cuando terminé, esperaba que me abrazara, que dijera algo, que intentara calmarme.
Pero él solo… se puso tenso.
Y dijo:
—Tengo que irme.
—¿Qué? ¿Por qué? Leo, te estoy diciendo que algo me está—
—Luego hablamos —repitió.
Y se fue por la ventana.
Sin mirarme.
Sin una explicación.
Sin nada.
Como si yo fuera un problema que necesitaba evitar.
Mi corazón cayó al piso.
Decisiones que duelen.
Luna se subió a mi hombro y dijo:
—Bueno, eso fue incómodo. Muy incómodo. “Se va por la ventana como Batman emocional” incómodo.
Pero yo no pude reír.
No entendía nada.
¿Lo había asustado?
¿Dije algo mal?
¿Estaba enojado conmigo?
La duda me perseguía como un eco.
Y cuando la duda te ahoga… solo hay una cosa que puedes hacer.
Buscar la verdad.
La casa de Leo.
Salí de mi casa en silencio, caminé por el jardín y crucé entre los árboles.
El corazón me latía tan fuerte que parecía una alarma en mi pecho.
Me escondí cerca de su ventana.
La escuché un poco entreabierta.
Justo entonces… voces.
Una discusión.
La de Leo.
Y la de una mujer.
Me acerqué más, cuidando no pisar ninguna rama.
—¡No puedo simplemente alejarme! —gritó Leo.
—¡Eres un cazador, Leo! —respondió una voz firme, llena de autoridad—.
Un cazador de brujas. Es lo que somos.
Y debes poner eso primero.
Mi respiración se detuvo.
Cazador.
De brujas.
Mis piernas se aflojaron.
—Eso ya no es tan simple —dijo Leo, la voz rota—.
Ella no es…
—¡No importa lo que pienses de ella! —gritó su madre—.
Los cazadores no se enamoran de sus presas.
Presas.
Presas.
¿Yo era su presa?
Mi garganta se cerró.
Me tapé la boca para no gritar.
Leo…
Mi Leo…
El que me tocaba la mano, el que me besó, el que venía cuando me sentía mal…
¿Era un cazador?
¿Mi enemigo?
¿El enemigo de mi familia?
Sentí vértigo.
Sentí que todo el suelo desaparecía.
Retrocedí.
Y corrí.
Corrí como si me faltara aire.
Ruptura.
Cuando llegué a mi cuarto, cerré la puerta con fuerza.
Luna corrió tras de mí.
—¿Qué pasó? ¿Por qué corres? ¿Por qué hueles a drama extremo?
Pero yo no podía hablar.
Me tiré en la cama.
Las lágrimas salían solas.
—Él… él… —sollozaba—
Me engañó.
Todo este tiempo…
Leo me vio como una amenaza.
Como… como algo que debía vigilar.
Algo que debía destruir.
Y ahora todo tenía sentido:
Su silencio.
Su tensión.
Su mirada triste.
Él sabía.
Sabía quién era yo.
Sabía qué era yo.
Y aun así, me dejó caer en sus brazos.
Y yo fui la idiota que se enamoró de él sin pensar.
Mi corazón ardía.
Mi marca ardía.
Y esta vez… no era deseo.
Ni magia.
Era miedo.