Dormí poco.
O nada.
Cada vez que cerraba los ojos veía la sombra de la noche anterior…
o escuchaba la voz de la madre de Leo llamándome “presa”.
Y lo peor era que mi magia… ya no se sentía como magia.
Se sentía como humo.
Disolviéndose.
Luna dormía enroscada a mi lado, vigilándome con un ojo entreabierto.
Mi abuela entró temprano solo para decirme:
—Hoy no te esfuerces demasiado. Tu magia necesita calma.
Yo asentí.
Calma… justo lo que no tenía.
Aun así, fui a la escuela.
No sé por qué.
Tal vez porque no quería quedarme sola con mis pensamientos.
O tal vez porque quería demostrarme que podía soportarlo.
Pero el momento en que entré… lo sentí.
El vínculo.
No cálido.
No dulce.
HERIDO.
Igual que yo.
Leo.
Leo estaba en los pasillos, apoyado contra su casillero, respirando como si algo lo apretara por dentro.
Porque algo sí lo apretaba.
Yo.
O mejor dicho…
mi dolor.
Porque en el segundo en que puse un pie en la escuela…
él lo sintió.
Su marca ardió, pero ya no como antes.
Ahora ardía como un grito silencioso.
Un grito mío.
Cuando me vio, se le rompió la expresión.
Parecía al borde de correr hacia mí, de abrazarme, de sacarme de ahí.
Dio un paso.
Y yo di otro… hacia atrás.
Mi pecho dolió con solo mirarlo.
Era como si su cara encajara perfectamente en el hueco que ahora tenía en mi corazón.
Y por eso… no podía permitir que se acercara.
No podía dejar que un cazador tocara a una bruja rota.
Me giré y caminé rápido.
Leo frunció el ceño, confundido, y fue detrás de mí.
—Nara —me llamó suavemente—… Nara, espera.
Mi garganta se cerró.
Aceleré.
Él aceleró también.
Pude sentirlo.
No solo sus pasos.
Su emoción.
Su desesperación.
Su miedo.
Porque el vínculo no solo une magia.
Une corazones.
Y el mío estaba roto.
El de él… sentía cada pedazo.
El intento.
—Por favor, mírame —dijo Leo, alcanzándome en el pasillo vacío—.
Solo un segundo.
Necesito saber si estás bien.
Su voz temblaba.
Y eso… casi me destruyó.
Porque no sonaba como un cazador.
Sonaba como Leo.
Mi Leo.
El que quería protegerme con solo mirarme.
Pero no podía creer en eso.
No después de lo que escuché.
—Estoy bien —mentí sin mirarlo.
—No, no lo estás —respondió él rápido, casi desesperado—.
Nara, yo lo siento.
Siento tu… dolor.
Por favor, dime qué pasó.
Mi corazón se apretó.
Y mi magia… también.
Sintiendo, absorbiendo, hundiéndose.
—Estoy ocupada, Leo. Déjame pasar —dije en voz baja, intentando sonar firme.
—No hasta que me digas qué—
—¡Déjame en paz! —le grité sin querer, y mi voz se quebró al final.
Leo abrió los ojos con impacto.
Y dio un paso atrás.
Ese segundo fue un puñal en mi pecho.
Porque mis palabras no solo lo hirieron a él…
me hirieron a mí también.
Él no se movió.
Ni habló.
Solo me miró como si yo estuviera desmoronándome frente a él.
Como si quisiera levantar cada pieza con sus manos.
Dio un paso hacia mí.
Yo di dos hacia atrás.
—No te acerques —susurré.
Él bajó la mano lentamente.
—Nara… por favor.
Dime qué hice.
Mi corazón gritó:
Tú no hiciste algo… tú eres algo.
Pero no lo dije.
No podía.
Me giré.
Caminé lejos de él sin mirar atrás.
Cada paso dolía.
Cada paso debilitaba más mi magia.
Como si mi corazón roto estuviera arrancándole fuerza.
Sentí mi luz interior apagándose.
Un poco más.
Y un poco más.
Como si una parte de mí muriera con cada paso.
Él lo sintió.
Detrás de mí, Leo apoyó una mano contra la pared para no caer.
—Dios… —susurró con la voz rota— Nara… ¿qué te hicieron?
Sus ojos se humedecieron.
Y su marca ardió, pero esta vez no era un vínculo cálido.
Era dolor compartido.
El dolor de ella…
Y el de él…
Uniéndose hasta quemar.
Leo miró en la dirección a la que me fui.
Y dijo en voz baja, casi inaudible:
—No voy a dejarte sola.
Pero yo no lo escuché.
No podía escucharlo.
Porque por primera vez desde que mi magia despertó…
Me sentí completamente sola.
Y muy, muy débil.