La herida seguía ardiendo.
Un ardor frío, como si algo oscuro siguiera dentro de mi piel.
Me apreté la mano contra el pecho, temblando, mientras lágrimas silenciosas caían una tras otra sin que yo pudiera detenerlas.
Mi magia… ni siquiera reaccionaba.
Era como si el corte la hubiera apagado aún más.
Respiré hondo, o traté de hacerlo, cuando de repente sentí un tirón en el pecho.
Un tirón fuerte.
Brutal.
Como si algo invisible me jalara hacia adelante.
No era dolor físico.
Era él.
Leo.
El vínculo gritó tan fuerte que lo sentí en los huesos.
—No… no, por favor no —susurré con terror, limpiándome las lágrimas con el dorso tembloroso de la mano.
No quería verlo.
No podía verlo.
Si lo hacía…
me iba a romper más.
La ventana se abrió de golpe.
Ni siquiera escuché el ruido; solo vi su silueta entrar como una sombra desesperada.
—¡Nara! —su voz estaba ronca, rota, asustada—. ¿Qué te pasó? ¡Lo sentí!
Leo se detuvo apenas me vio.
Sangre.
Tenía sangre en la mano.
La misma cortada que yo.
Como si la herida se hubiera duplicado en su piel.
—¿Qué—? —miré su mano horrorizada—. ¿Por qué tú también…?
—Porque tú eres mi vínculo —dijo él avanzando un paso, respirando rápido—. Dios, Nara… sentí cuando te lastimaron… y tuve que venir—
—¡No! —grité retrocediendo—. ¡No te acerques!
Leo se congeló.
El dolor en sus ojos…
fue peor que el corte.
—Nara… —dio un paso más—. Estás temblando. Déjame ayudarte, por favor.
—¡No! —mi voz se quebró, mis lágrimas también—. No quiero tu ayuda.
No quiero que te acerques.
No… no después de lo que escuché…
Leo frunció el ceño, confundido.
—¿Qué escuchaste?
—¡Que eres un cazador! —escupí con desesperación—. ¡Que tu familia caza brujas! ¡Que debo ser tu maldita presa!
Leo abrió los ojos como si yo le hubiera clavado un cuchillo.
—Nara, no. No es… no es así…
—¡No me mientas! —La herida ardió y solté un gemido bajo—. ¡No… no quiero oír nada!
No puedo… no puedo confiar en ti… no ahora…
Leo dio un paso más y el vínculo latió entre nosotros con tanta fuerza que me cortó la respiración.
—Nara… —susurró él—. Lo que sentí cuando te lastimaron… me estaba matando. Por favor. Solo déjame ver tu mano. Déjame asegurarme de que estás bien.
—¡No! ¡Ya te dije que no!
Mis lágrimas caían a gotas grandes.
Mi pecho subía y bajaba como si no pudiera llenar mis pulmones.
Él estiró la mano hacia mí.
Su palma temblaba.
Yo di un salto hacia atrás como si me hubiera quemado.
—Vete… —susurré, con un hilo de voz—. Por favor… vete.
Leo tragó duro.
Sus ojos verdes brillaron con algo que nunca había visto en él:
No ira.
No enojo.
Dolor.
Un dolor tan profundo que sentí que me hacía daño a mí también.
—Nara, si me voy… no podré respirar tranquilo —dijo en voz baja—. No puedo dejarte así. No después de sentir todo tu… tu miedo…
—¡VETE! —grité con las últimas fuerzas que me quedaban—. ¡TE LO IMPLORO!
Déjame sola… por favor.
Solo déjame…
Leo cerró los ojos un segundo, como si la palabra “vete” fuera un golpe directo al pecho.
Luego abrió la ventana lentamente.
El frío de la noche entró con él.
—Si algo te pasa… —su voz se quebró— yo… yo no lo soportaría.
Lo entiendes, ¿verdad?
Yo escondí la cara entre mis manos, llorando sin poder parar.
—Por favor, Leo… —susurré ahogada—. Solo… vete.
Hubo un silencio.
Un silencio que dolió.
Leo se quedó mirándome largo rato, como si quisiera memorizarme…
por si no podía volver a verme.
Finalmente bajó de la ventana sin decir nada más.
La ventana quedó abierta.
El viento movió las cortinas.
Y yo me derrumbé en el suelo, sosteniendo mi mano herida…
mientras el pecho me ardía peor que la cortada.
Sentí que lo había perdido.