Hechizo fallido, romance garantizado.

Capítulo 33 — Camino a lo que soy.

El viernes llegó más rápido de lo que imaginé.
Solo tenía una mochila pequeña, la mano vendada… y una mezcla de miedo y necesidad que me hacía caminar como si mis pasos flotaran.

La abuela cargaba una canasta con frascos, velas y quién-sabe-qué más.
Luna venía dentro del bolso, asomando la cabeza con cara de reina ofendida.

—Este bolso huele a lápiz labial y tristeza —gruñó—. Yo exijo un asiento.

—No eres una princesa —le dije cansada.

—Soy más que eso —respondió—. Soy tu animal guía. Merece respeto mi figura espiritual.

Mi abuela soltó una risa suave.
Su risa siempre me calmaba un poco.

Pero ni siquiera esa tranquilidad duró mucho.

Apenas subimos al auto, mi teléfono vibró.

Un mensaje.

De Leo.

Mi pecho dio un salto extraño.

“Nara, por favor. Necesito hablar contigo.
Quiero explicarte lo que escuchaste.”

Sentí cómo mis manos temblaban.
Cerrar los ojos no apagó el nudo que se me formó en el pecho.

Intenté no pensar… pero la marca en mi muñeca ardió, como si también quisiera responder.

Respiré… y contesté:

“Cuando regrese, te escucharé.”

Nada más.
No podía más.

Fue una frase que me costó como si acabara de arrancarme un pedazo del alma.

El mensaje tardó dos segundos en marcarse como “leído”.
Dos segundos en los que sentí que el vínculo entre nosotros, aunque herido… todavía existía.

Guardé el teléfono rápido, antes de arrepentirme.

La abuela me miró de reojo.

—¿Todo bien?

Mentí.

—Sí.

Luna no me creyó.

—Ajá… sí, claro. Y yo soy un perro pastor —murmuró.

El bosque.

El camino empezó a cambiar después de una hora.
Los árboles se volvieron más altos, más espesos.
La carretera más estrecha.
El aire… extraño.

No malo.
Solo… cargado.

Como si hubiera magia en cada partícula.

—Este bosque conoce nuestra sangre —dijo mi abuela—. Siente que estás regresando.

Un escalofrío me recorrió la espalda.

El auto avanzó lentamente entre los árboles viejos.
La luz del sol apenas entraba.
Las sombras parecían moverse con demasiada facilidad.

Luna se puso tensa.

—Algo nos observa —susurró.

Mi corazón se apretó.

Miré por la ventana.

Algo… se deslizó entre los troncos.

Una sombra.

No como la entidad.
Diferente.

Más pequeña.
Pero inquietante.

La abuela apretó el volante.

—No las mires directamente —dijo—. Son guardianes del bosque. No les gusta la presencia humana… pero respetan la sangre antigua.

—¿Guardianes? —pregunté con el estómago apretado.

—Espíritus. Criaturas viejas. Siempre han vivido aquí. No les interesa lastimarte mientras no los provoques.

Luna tragó saliva.

—¿Y quién los provoca? Porque yo jamás he sido irrespetuosa. Bueno… casi nunca.

La casa del linaje.

Al final del camino, el auto se detuvo frente a una casa vieja, de madera negra, cubierta de enredaderas.

Era hermosa.

Y aterradora.

Como si respirara.

Un escalofrío recorrió mi nuca.

—Nara —dijo mi abuela con un hilo de voz—… este lugar te va a reconocer. Lo siento. Esta casa te ha estado esperando.

Luna bajó del bolso y acercó su nariz al aire.

—Hmm… huele a… polvo, magia y pan viejo. Muy bruja antigua.

La abuela abrió la puerta de entrada con una llave antigua, de hierro torcido.

—Ven, Nara.

Di un paso.

Solo uno.

Y de inmediato lo sentí.

Un calor subió por mis piernas.
Como si el piso respirara bajo mis pies.
Como si la casa… despertara con mi presencia.

La marca en mi muñeca brilló.

Débil.

Pero brilló.

La herida ardió también, un destello de dolor que casi me dobló.

—¿Qué… qué fue eso? —pregunté sujetándome la muñeca.

Mi abuela sonrió… pero sus ojos estaban llenos de emoción contenida.

—La casa te conoce.

—¿Cómo que me conoce? —murmuré.

Ella acarició la pared, como saludando a un viejo amigo.

—Porque este lugar guarda la memoria de cada bruja que vivió aquí.
Tus antepasadas caminaron por este piso, lloraron en estas habitaciones… aprendieron magia en estas paredes.

—¿Y yo? —pregunté en voz baja—. ¿Qué espera de mí?

La casa emitió un crujido suave, como si respondiera.

Y una corriente fría me rozó el cuello.

Luna bufó.

—Oh, genial. Ya empezaron con los mensajes fantasmales.

Di otro paso dentro.

El aire vibró.

El piso bajo mis pies se iluminó apenas, como si la energía subiera desde las raíces de la casa directo hacia mi piel.

Y una voz, tenue, femenina, casi un suspiro, rozó mi oído:

“Bienvenida de vuelta.”

Mi corazón dejó de latir por un segundo.

La abuela me miró.

—¿La escuchaste, verdad? —susurró.

Yo solo pude asentir.

Porque esa voz no era desconocida.

Era la voz de la mujer del sueño.




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