La casa del bosque estaba tan silenciosa que podía escuchar mi propio corazón… y dolía.
La herida en mi mano ardía como si aún tuviera la sombra encima. Me senté en el borde de la cama, respirando con dificultad, mientras Luna daba vueltas nerviosa a mi alrededor, como una mamá gata estresada.
—Nara… —dijo al fin con la voz más bajita que le he escuchado—. No me vuelvas a asustar así, ¿sí? Yo todavía tengo muchas croquetas por comer para quedarme huérfana gatuna.
Solté una risa triste. Frágil.
—Lo siento, Luna —murmuré. La voz se me quebró.
La gata saltó a mi regazo, suave, despacio, como si temiera lastimarme más. Rozó con la cabeza mi pecho y suspiró.
—No es tu culpa, pequeña bruja —me dijo—. Pero estás débil… muy débil. Y lo oscuro siempre huele la debilidad.
Sentí un nudo en la garganta. No por la entidad.
Sino por él.
Por Leo.
Por su silencio.
Por lo que escuché en su casa.
Por la sensación horrible de que todo había sido mentira.
Justo en ese momento, mi celular vibró.
Un mensaje suyo.
“Nara, por favor… necesito hablar contigo.”
“No quiero que esto quede así.”
Sentí las lágrimas arderme otra vez.
Respiré hondo… y cerré la pantalla.
Luna levantó la cabeza.
—¿No vas a contestarle?
—No —dije, tragando el dolor como si fuera vidrio—. No ahora.
Me puse de pie, aunque me temblaban las piernas. Fui hasta el espejo y levanté mi mano herida. La marca brilló un segundo, débil… casi apagada.
Y eso me dolió más que todo lo demás.
Respiré.
Una vez.
Otra.
No podía seguir así.
No podía quedarme llorando, esperando que alguien viniera a salvarme.
—Si me rompo —susurré contra mi reflejo—, entonces sí gana la entidad. No voy a permitirlo.
Luna se enderezó.
—Eso… eso que dijiste… ¿lo dijiste tú? ¿Mi Nara? ¿La misma que llora porque se le quema una tostada?
—Sí —respondí con una sonrisa cansada—. La misma. Pero… no puedo seguir siendo débil. No puedo dejar que el dolor me apague la magia.
Caminé hacia el grimorio.
Lo abrí.
Lo miré.
Había un hechizo para fortalecer el corazón.
Otro para calmar emociones.
Uno para romper vínculos dolorosos.
Y cerré el libro.
—No necesito magia —dije en voz alta—. Necesito fuerza. La mía. La de verdad.
Luna me miró como si hubiera visto un milagro.
—Esa es mi bruja —dijo bajito—. La que yo elegí.
Me arrodillé junto a ella, la abracé despacio y sentí algo tibio en el pecho.
Pequeñito, pero real.
Como si una parte de mí se estuviera encendiendo otra vez.
Solo era una chispa.
Pero era mía.
Entonces sentí que tal vez iba a estar bien.