Hechizo fallido, romance garantizado.

Capítulo 38 — Los que observan.

El aire esa tarde tenía un sabor extraño.
Como a frío… pero no de temperatura.
Era un frío que se sentía en la espalda, justo entre los omóplatos, como si unos dedos invisibles me tocaran desde lejos.

Luna lo sintió primero.

Estábamos afuera, cerca del borde del bosque, recogiendo unas ramas secas para encender la chimenea.
La abuela estaba dentro de la casa ordenando unas hierbas.
Todo parecía normal.

Hasta que Luna se detuvo de golpe.

La cola se le infló como si se hubiera enchufado a la corriente.
Miró hacia los árboles, muy fija, sin pestañear.

—Nara… —susurró con voz baja, grave, muy distinta a la de siempre—. Entra a la casa. Ahora.

—¿Qué pasa? —pregunté, sintiendo cómo el corazón empezaba a acelerarse.

Luna no me miró.
No apartó los ojos del bosque.

—No es uno —dijo casi inaudible—. Son varios.

Tragué saliva.
La palabra “varios” me cayó encima como un balde de agua helada.

Me quedé quieta…
…y entonces lo sentí.

No era magia oscura.
No era energía bruja.
No era como la entidad que me atacó.

Era otra cosa.
Algo más físico.
Más humano.

Como si hubiera personas de pie entre los árboles.

Mirándome.

Observándome.

Esperando.

Un escalofrío me recorrió la espalda.
Lentamente giré la cabeza hacia la línea de los troncos, donde la luz del atardecer entraba a pedazos.

Y los vi.

Siluetas.

Varias.

Paradas en completa quietud.

No se movían.
No respiraban.
No daban un paso.
Solo estaban ahí.
Sombreadas por el bosque.
Inmóviles.
Mirándome.

El estómago se me cerró de golpe.

Luna se pegó a mi pierna, tensa como un resorte.

—No son espíritus… —murmuró con miedo real—. No son magia…
Son personas, Nara.
O algo que se esconde como personas.

La abuela salió en ese momento justo a la puerta.

—¿Nara? ¿Todo bien?

No pude responder.
Sentía un hormigueo en la nuca… como si me apuntaran con cientos de ojos.

Pero cuando la abuela dio un paso hacia mí,
las siluetas retrocedieron…

…y desaparecieron entre los árboles.

Como si jamás hubieran estado ahí.

Me quedé mirando el bosque, con el corazón golpeándome en las costillas.

—Alguien te observa —dijo la abuela con voz baja y tensa—.
No algo. Alguien.
Más de uno.

Luna apretó los dientes.

—Y no tienen buenas intenciones.

Yo respiraba como si hubiera corrido un kilómetro.

No sabía quiénes eran.
No sabía qué querían.
No sabía por qué todos me miraban a mí.

Pero una cosa sí sabía:

no era una sola entidad oscura.
Era un grupo.
Un grupo que me estaba cazando.

Y mientras la abuela me tomaba del brazo para llevarme adentro,
sentí un tirón en el pecho.

La marca.
El vínculo.

Leo.

En algún lugar, él sintió lo mismo que yo:
un peligro acercándose.
Y no pudo hacer nada.

Yo entré a la casa temblando.
Y antes de cerrar la puerta,
volví a mirar el bosque.

Había silencio.
Pero no paz.

Y justo antes de que la oscuridad tragara los últimos rayos del sol,
escuché un susurro.
No de uno.
De muchos.

“Ya te encontramos.”

Y la puerta se cerró sola.




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